Por: Rodolfo Naró
Recuerdo el teléfono en la habitación de mis padres. Un Ericsson color crema con disco para marcar, tenía seis o siete metros de cable que siempre debía estar como una cascabel, enrollado al pie del buró, pero la mayoría de las veces serpenteaba detrás de mi madre, que caminaba al hablar, tan rápida como una araña tejiendo su red.
Recuerdo también los primeros carritos motorizados que se movían con un mando con cable o aviones que volaban apenas a pocos metros de la cabeza, como un globo de gas helio. Recuerdo aquellos títeres que nunca aprendí a mover, era un prodigio no enredar sus cuerdas y saberlos manejar con naturalidad.

Recuerdo el miedo que sentí el día que mis padres nos dijeron, a mis hermanos y a mí que nos mudaríamos a Guadalajara a seguir estudiando, que viviríamos con mis abuelos, Carlota y Salvador, el mismo Salvador Fonseca de El orden infinito. De cierta manera fue el primer corte de cordón. Recuerdo mi primer beso a los 15 años, con Cristina, en el asiento trasero de un coche atiborrado de muchachos. Fue un beso lleno de ahogos, tan simple como nudo ciego que me amarró la memoria a ese instante que no he podido olvidar. Los recuerdos tienen sustancia de esperanza.

Recuerdo que en la secundaria decíamos que en el año 2000 los aparatos serían manejados con el pensamiento y a los pocos días llevó mi abuelo a la casa la primera televisión a control remoto y años después también jubilaba el estéreo familiar a cambio de uno que usaba CD y control a distancia. Quizá de él me viene el disgusto por los cables, tratar de esconderlos debajo del tapete o enterrarlos en la pared, de tener siempre cerca el teléfono inalámbrico como un puerto de salida más que de llegada.

Recuerdo que creí que me amarían. Una y otra vez tuve fe hasta casi agotar la esperanza. Recuerdo el anhelo de mis padres que me legaron el futuro. Pero ¿hasta dónde los recuerdos son cables invisibles que nos atan al pasado? A pesar del desarraigo físico siguen siendo raíz de un primer amor, de una pérdida, de una decisión tomada al azar. Cuántas veces el miedo a renunciar nos ha paralizado, como un grillete atado al tobillo. Cuántas veces la cadena de la culpa, tan pesada como el orgullo, nos sujeta al pozo de los rencores. Cuántas veces una llamada sería suficiente para perdonar malos recuerdos. Yo no he podido hacer esa llamada, de un tirón arrancar el cable del teléfono y zarpar sin brújula hacia otro destino.


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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com