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30 de agosto de 2013

Por: Omar Alejandro Ángel

MARÍA CHUZENA

María Chuzena techaba su choza. Un techador que por allí pasaba, le dijo:

-María Chuzena, ¿tú techas tu choza o techas la ajena?

-No techo mi choza ni techo la ajena. Yo techo la choza de María Chuzena.

Había vuelto a la ciudad. Sin motivo aparente, vivía del retorno a las bajas pasiones, la pérdida, la perdición. Su mirada no era más que el reflejo de un cuerpo, y alma, cansados. La fatiga interna se le escapaba gota a gota, lágrima a lágrima. Subía -y sin duda, bajaba- los mil y un escalones de cada estación del subte. En la ciudad, cielo del transporte, moridero de peces, las suelas de aquellas viejas zapatillas comenzaban a desaparecer, justo como aquél personaje.

Eso se escribió (¿lo habré hecho yo mismo?) en algún momento. A la fecha, desconozco su veracidad. Lo que recuerdo claramente es que, en efecto, había vuelto a la ciudad. Bajo el brazo, mi única posesión: un viejo libro de malos cuentos, fiel compañero en aquél recorrido, en esa búsqueda. ¿Qué buscaba? El título de aquél libro. Un nombre.

María Chuzena leía con bestial y enternecedora voracidad aquél texto roído y de tapas viejas. Oculta entre amarillas páginas, la mirada de aquella mujer poesía me entró por cada poro, a cada verso, con cada letra que expiraba a través de su lectura. En voz alta; bajita e interna. Recuerdo, lo recuerdo perfectamente. Por eso volvía a la ciudad. No por alguna banalidad, no por el caos recalcitrante, tampoco por la certeza de encontrar a la vuelta de la esquina el precio del amor; mucho menos por el frío regalándose entre edificios; no. Por eso, por el anhelo de conocer el título de aquél libro; sólo por eso y por nada más.

…caminando por Montevideo encontré a esta pareja que se camuflaba entre los demás purificadores de aire y espíritus. Pocos lograban verla, pero supongo que como viajero se descubren muchas cosas que en la cotidianidad pasan desapercibidas. Habrá que llevar los ojos y el alma predispuestos para observar. ¿Eran dos o era uno?, ¿dos en uno?, ¿uno en dos? Estaban ahí, fusionados, listos para el abrazo. Y sus brazos se iban para el cielo. Sus corazones, también.

Aquél era el texto (¿lo habrá escrito ella?) que conocí a través de su aliento. Así leía, en esa noche de nostalgia milonguera, rodeada de luces parafinas, botellas decapitadas y desmejorados concurrentes. Sabía que ahora, al volver, sin duda seguiría allí, en el rincón de su lectura, transmitiendo para todos, para ella misma y para nadie.

Cansado, atado a un sentimiento, descubrí que lo único necesario para llegar al lugar, a Ella -además del libro viejo de malos cuentos- era la certeza del anhelo. Volvía. Chuzena estaba ahí, agazapada detrás del corroído libro cuyo título aún desconocía. En la oscuridad, observándola, avanzaba lentamente hacia Ella. Mi cuerpo entero se movía al compás de la sigilosa entonación de su lectura. Paso a paso, palabra a palabra; con los súbitos devaneos de la ortografía y la vorágine del habla, me acercaba al motivo. Contemplé la lectura, la lectora. Mis tensiones se fueron disolviendo en cada una de las pecas de Chuzena; la vida misma nos entraba por los oídos y la exahalábamos por el habla. Comenzamos a hablar, escribir y leer; todo en silencio, en miradas. De la misma manera como la luz se hace dentro del ojo. Y yo quería seguir, continuar escuchando, leyendo; empaparme el alma con su voz. Estábamos tan cerca que nuestras humanidades se confundían. ¿Éramos dos o éramos uno?, ¿dos en uno?, ¿uno en dos?, como en su lectura. Así fue nuestra entrega: eternizando en lo fugaz.

De pronto, María Chuzena dejó de leer.

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