eloriente.net

15 de mayo de 2014

Por: Juan Pablo Vasconcelos*

“La noche de mi nacimiento, dice mi padrino que mi padre esparció ceniza alrededor de mi casa y a la mañana siguiente encontraron huellas de coyote; así supieron que mi tona es el coyote. Es el animal que habita en mí, es parte de mí, hace vida paralela”, confiesa Juan de Jesús ante el consejo de notables o tatamandones de su comunidad: Zeetobá.

Se le juzga por haber “traído el mal al pueblo”. Ese mal que toma cuerpo en la siembra ilegal de hierba, inédita por aquel entonces en las inmediaciones de la sierra oaxaqueña, al menos del modo sistemático y abundante con que Juan de Jesús lo ejecutaba.

Luego de una minuciosa argumentación, en la que se incluye un bien narrado enfrentamiento militar que desencadena la necesidad de juzgarlo, Juan de Jesús es sentenciado y exiliado de Zeetobá, para encontrar su destino, la muerte, poco después y convertirse con ello finalmente en su tona, en “una voz”.

Este es el núcleo de sucesos que Rolan Pelletier desenvuelve luego en su novela Y mi palabra es la Ley.

Y lo es no sólo en términos narrativos. También permite vislumbrar al menos tres niveles de acometer su lectura. El modo recto, realista, cuyo hilo se desmadeja a lo largo de la novela, representado por un personaje oculto que es El País, en mayúsculas. Un personaje de capa caída al cual Yanely Sánchez, conductora de Radio Cautiva y otros más pretenden reivindicar.

En este nivel, el autor expresa una trágica visión del país. De alguna manera, Yanely y su oficio radiofónico le permite utilizar una voz narrativa muy cercana al periodismo comprometido y, por la suma de referencias precisas de casos y datos sobre el país, se ubica en la frontera del ensayo político.

De hecho, en la novela aparecen figuras de la política o académicos con sus nombres, además de referencias hemerográficas comprobables. Lorenzo Meyer asegura, por ejemplo, que el crimen y la violencia en México no es nueva: “siempre hemos sido una nación de bandidos… El crimen organizado nació en el siglo XIX, cuando existían bandas que asaltaban las carreteras”.

Este tono sirve también para hilar un segundo nivel de lectura, que a la vez es un indudable mérito del novelista Pelletier: él sabe, como insiste Juan Villoro, que parte del oficio del narrador es que sus personajes hablen con voz propia y no con la voz del propio escritor. Es decir, que suceda una especie de desdoblamiento entre el carácter, el tono y el lenguaje del novelista en relación con el carácter, el tono y el lenguaje de los personajes y sus circunstancias.

Y en este sentido, Juan de Jesús allá en Zeetobá, Yanely Sánchez la conductora de radio en Ciudad de México, y otros personajes más como el General Ciriaco Zentello, que se volvería luego aliado de Yanely en la misión de cambiar el país, tienen el indudable mérito de hablar por sí mismos, desarrollando sus propios entornos, códigos, hábitos, símbolos.

Este uso de la voz narrativa además propicia que la historia se haga ligera y digerible para el lector. En este sentido, Y mi palabra es la Ley emparenta más con la narrativa norteamericana que con la novelesca latinoamericana. Está escrita más en clave de Thriller que con el regodeo lingüístico al cual estamos habituados en nuestra tradición.

Un tercer nivel de lectura, que toca el mensaje y la propia filosofía de la historia, es que detrás de la realidad subyace un sistema, o una voluntad, o un plan prediseñado, donde los acontecimientos se encuentran ya determinados. Producto de la magia o de los dichos populares, una voz, una presencia invisible, establece el plan de lo que vivimos y, encima, lo opera a través del aparente libre albedrío de los seres humanos.

El escritor reitera una y otra vez la presencia de otro plano, además de éste en el que aparentemente nos hablamos. Los personajes van y vienen de un plano a otro, de la subjetividad a la objetividad, de la explicación racional a la  argumentación ilusoria.

“Ahora entiendo –dice Yanely–. Mi abuela me explicó que las almas de los nahuales muertos que dejan sus asuntos pendientes no descansan hasta que los arreglan, para eso protegen a los suyos, los cuidan. Son ellos quienes tienen que acabar lo inacabado”.

Un plano y otro se entremezclan con la intención, según leo, para enfatizar dos ideas centrales: la idea de la simulación y la idea del aislamiento.

De alguna manera, las acciones e imágenes de la novela confluyen consistentemente en la dualidad entre lo aparente y lo auténtico, entre lo simulado y lo comprobable. En este sentido, Pelletier logra colocar a la política como paradigma de esta contradicción.

Aborda casos como el de la Guardería ABC o el del Ejército Mexicano, que por un lado mantiene vivo cierto patriotismo y lealtad popular, mientras al mismo tiempo es objeto de severos cuestionamientos éticos y prácticos.

Finalmente, la idea del aislamiento: la anomia, la apatía de los ciudadanos en relación con la cosa pública. Si algo desencadena la historia de Pelletier es el contraste. Contraste por ejemplo entre la forma en que ciertas comunidades deciden los asuntos de sus pueblos (mediante consejo de ancianos o tatamandones por decir un caso), y cómo procedemos en otras ciudades o aún en megalópolis como la Ciudad de México, donde nos hemos hecho cada vez más sedentarios y despreocupados por la vida colectiva.

Así, la anomia es el conflicto central de la novela. También es el conflicto, la enfermedad central del país. Por lo tanto, solo en apariencia Y mi palabra es la Ley es una novela sobre la política, pues en el fondo es una novela sobre los mexicanos.

 


*Juan Pablo Vasconcelos es Magister en Gestión Cultural por el Instituto José Ortega y Gasset. Contacto: direcciongeneral@eloriente.net

Sobre el Libro: “Y mi palabra es la Ley”, de Rolan Pelletier Barberena. Ediciones B, México, Mayo 2013.

 

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