eloriente.net

18 de septiembre de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“La vi esperar. Ella solo sabía esperar.

Tenía la pierna herida con la piel abierta y exuberante. La zona viva avanzaba. Pero ella esperaba. ¿Qué?”

 

Si no la intervenían en 24 horas, la pierna derecha iba ser solo un recuerdo. Se miraba la herida como quien se concentra en entender el paisaje una tarde de verano. Mide la probable distancia entre el valle y la montaña, distingue los rayos del sol que se cuelan entre las nubes más ligeras, y concluye que esta vez ninguna lluvia ha de caer sobre el pueblo. Todo se piensa en minutos perdidos, con una conciencia abstraída, ausente de las determinaciones del clima o de la naturaleza.

Aquí ha de llover, caer una tromba, se elevarán los niveles de los ríos, y nada puede hacerse al respecto, se piensa mientras la tarde va determinando por sí misma su destino.

Así miraba Irma la herida que le avanzaba por la rodilla, subiendo hacia el muslo con decisión y cayendo hacia el tobillo con gravedad. Por dos frentes, la enfermedad tenía vida propia.

Le dijo a un vecino que estaba esperando ayuda. Tenía varios días aguardándola. Él quiso convencerla de que no era suficiente esperar con disciplina y ciertos cuidados la llegada del remedio, sino que debía ir a su búsqueda, provocar la atención de alguien, incendiar las salas de espera de las clínicas cercanas si fuera necesario, con tal de que no se hiciera demasiado tarde.

Pero ella permaneció sentada como si no escuchara ninguna de las posibilidades planteadas por el hombre. De hecho, no las escuchaba. No había aprendido a escuchar. Desde muy pequeña, la vida se le presentaba como la lluvia una tarde de verano, soportaba la llegada y los embates y las bondades del agua sin que pudiera tener ninguna intervención sobre su destino.

Vivía su realidad, esperando.

Su familia no era diferente. Tuvo un padre —fallecido hace un par de días debido a la tragedia cernida sobre la comunidad— que se negó a salir de su casa cuando ya el terremoto abatía los closets y los trastes. No se movió de la mecedora. Pensó en ese instante, una idea  que recorrió la mente de muchas personas en el pueblo: “si me toca ahora, me va a tocar, aunque me quite”.

La idea es popular. Pero esa noche fue más contagiosa, invisiblemente contagiosa entre los pobladores. Quienes no salieron, en efecto les tocó y no había nada por hacer. Su hora estaba marcada. Ellos solamente siguieron paso a paso el mapa estelar, divino, prefigurado, en el cual se tienen ya trazados todos los caminos, todos los atajos y, sobre todo, las conclusiones, los irremediables finales de todos los seres sobre la tierra.

Irma se salvó de milagro y eso también ya estaba escrito.

Se había levantado de la cama unos minutos antes de que comenzara el sismo. No podía dormir y fue al pozo por agua fresca. Justo cuando terminaba de vaciar el balde en la tinaja, comenzó el movimiento. Se quedó de pie, cuidando de no ser empujada hacia el bordo del agujero. No contaba con que una viga le caería sobre la pierna derecha. Y no contaba pues hasta ahora no tiene idea de donde salió ni de donde vino ese proyectil. “Cuando te toca, te toca”.

Unos minutos más tarde, este vecino y su familia llegaron a desatorarla. Hacían un recorrido por las casas cercanas buscando sobrevivientes. Les llamó la atención cuando hallaron a Irma, porque solo lloraba. Es decir, no gritó, no aulló, no pedía auxilio desaforadamente. Ella solo estaba llorando, más bien, sollozando, mientras el dolor le carcomía la extremidad y —¿quién puede saberlo?— la sensación le subía por el estómago hasta el corazón.

De niña, de más niña, una sensación parecida le atacó la mente. Recolectaba ciruelas en el patio, pues le parecía una buena idea irlas a ofrecer en la puerta de la casa a los transeúntes. Les quitaría el desgano por caminar con la boca reseca bajo el sol y se ganaría unas monedas para comprarse un refresco rojo.

Ya había recogido unas cuatro docenas. De hecho, los ciruelos eran raros en el pueblo pero en ese patio parecían haber encontrado su hogar y hasta pasaba por intencional la tirada tan numerosa de frutos al amanecer.

Irma, entusiasmada, colocó una mesita en el portal con una mantel de plástico de flores rojas y de fondo verde para hacer llamativo el nuevo negocio. Al principio, llegaron unos amigos y les regaló unas pruebas y bondadosamente les obsequió la mitad de la compara. Pero luego, llegó su padre, quien no aceptó ninguna explicación, le dijo que en su casa no estaban para pedir limosnas de nadie ni era necesario que su hija se buscara unas monedas de esa forma.

Forma. ¿De esa forma? Durante varios días, mientras le desaparecían los moretones de la reprimenda de su padre —porque las palabras y gritos solían ir acompañados siempre de varazos húmedos— ella trataba de entender cuál era la forma a la cual se refería su padre. Si no estaba bien así, cómo podía ganarse unas monedas sin que pareciera limosna.

Con tiento, volvió a la carga. Pero ahora, mercaba las ciruelas bajo pedido. Sin puesto de por medio, para que no volver a la forma indebida.

El pueblo era demasiado chico, sin embargo. El rumor llegó pronto a los oídos del hombre y ya tampoco vale la pena repetir la escena. Pero esta vez, él le sumó unas cuantas palabras, referidas al destino.

Ese rumbo marcado cuyo tiempo es inevitable. Cuyo libreto es incorregible. Para ella, su historia necesitaba pasar por la pobreza y ninguna idea de cómo salir de esa condición era permisible. Se requería ser pobre para vivir en esa casa. Se requería esperar y no buscar. Era inevitable, porque así le había tocado en la lista de vidas que al inicio de los tiempos se distribuyó entre las mujeres y los hombres del planeta.

Es lo que hay, le dijo su padre.

Y ahora, años después —tampoco tantos—, con él muerto bajo los escombros, confirmó todos los vaticinios. No podía ser de otra manera. Y si el destino le ha marcado perder la pierna, pues que se haga la voluntad de lo señalado. Nada puede hacerse al respecto, como no puede detenerse la lluvia en el verano.

Solo esperar.

árbol sombra por @acane_s

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