Libros. Foto: Pixabay

“A propósito del fin de año, me invitaron a celebrar los talleristas de la Biblioteca Pública Central.

A la inmensa mayoría, no tenía el gusto de conocerlos.

Tuve la sensación de estar, por un momento, frente a un estante de libros abiertos”.

 

(www.eloriente.net, México, 17 de diciembre de 2018, por Juan Pablo Vasconcelos).- “A mí me ha pateado la vida, pero he sido feliz”. Ni bien lo dijo, volteé la mirada para saber de quién se trataba. Uno no escucha una frase tan contundente pero tan ambigua todos los días. Solemos quedarnos en alguno de los costados posibles: en la profunda lamentación sobre lo mucho que esta vida nos ha fallado, o bien, en el optimismo rosa que nos hace enseñar los dientes a la menor provocación.

Enseñar los dientes, quiero decir, no como señal de una furia indescifrable, sino para sonreír sin remordimientos.

En este caso, ella los enseñaba con tal franqueza, que daba la impresión de haber disfrutado las patadas de la vida, con cierto grado de masoquismo. Ya luego, uno va entendiendo. La realidad es que las caídas, los golpes, los errores, son inevitables. De hecho el dolor en general es una condición, no una excepción. Por lo mismo, una vez superado o aceptado, se convierte en amigo. De pronto, ‘eso’ tan complejo se transforma en la mejor parte de la aventura.

¿A quién le puede entretener una vida monótona, fácil, resuelta de principio a fin? Concediendo que una cosa así pueda existir, seguramente estamos de acuerdo en el inmenso aburrimiento que provoca solo pensarla.

Con los libros también sucede. Uno los abre y puede percibir si por allí han pasado episodios dramáticos, rupturas, desbordadas tormentas, pechos inflamados, o no. Si la asepsia extrema, una jubilación anticipada del personaje o la ausencia de pasiones, terminaron por depositarse en esas páginas.

He hecho esta pregunta en relación al cine, pero también funciona ahora: si tu vida fuera un libro, ¿lo leerías?

Primero quizá pensar en un género. ¿Cuál aplicaría en tu caso? Una novela de terror o de amor; una policiaca; una prosa tan poética o pasional que de hecho haces sonrojar a cualquier persona que te pasa a un lado. Los mejores capítulos quizá fueron los primeros, los de la infancia, los inocentes. O mejor los de tu adolescencia, cuando sentías derramarse las letras por la incertidumbre de las primeras veces.

También puedes considerar, tratándose de un libro maduro, que los mejores episodios están por escribirse. Lo mejor siempre está por venir, te repites, imaginando ya los caminos por andar y aún los paisajes que arroparán los mejores días —páginas— de tu vida. ¿Dónde sería? ¿Qué rincón del mundo sería el bueno para saciar finalmente la sed de ti, como personaje, como protagonista de este tránsito único que también tiene un principio, un desarrollo, muchos nudos y un final abierto, por escribirse?

En esto pensaba mientras los integrantes de los talleres de la Biblioteca Pública Central se presentaban. Quien les referí al principio era la octava, pero había más, incluyendo a Rosa María Topete, coordinadora de estos espacios, y Anastacia Javier, querida amiga y escritora. Yo era solo un invitado, pero en ese momento más bien me supuse un lector.

Sus presentaciones eran lecturas de sus vidas.

Al llegar a Oaxaca —en el caso de otra mujer— se mudó a una casa en obra negra. A la distancia, más de 20 años desde entonces, esa casa se ha ido poblando de objetos locales y vivencias. No creo que exista una mejor forma de empezar en un lugar que llegando a una construcción en esas condiciones. Todo es nuevo y, a pesar del nombre, no todo es negro. Al contrario, los muros están listos para pintarse, los cuartos en perfecta disposición para el trabajo de los días.

Por allá, contaron luego una historia entrañable. Quizá la mujer más joven de la mesa, recordó a Doña Arcelia Yañiz. Expuso que los sábados se había convertido en cita obligada visitarla a la Coordinación Estatal de Biblliotecas, donde Yañiz tenía un entrañable espacio. Allí, se reunían a leer, ensayar obras de teatro o sencillamente a contarse anécdotas.

Por ejemplo, recitaban “Preciosa y el aire” una mañana. Sin embargo, era notoria la falta de tino de los actores para llegar a la intención del poema de García Lorca. “Su luna de pergamino,/ Preciosa tocando viene/ por un anfibio sendero/ de cristales y laureles…”. Arcelia Yañiz les inquiría una palabra con más pundonor y luego convicción en la otra. También es cierto que a veces el tono es imposible de transmitir con las indicaciones verbales y por eso conviene acudir a la realidad.

Arcelia Yañiz así lo hizo. Se ausentó unos minutos. Fue a traer a un violinista popular —quizá al mercado más cercano— y, en la profunda y contundente voz que siempre le conocimos, le dijo a los muchachos que leyeran, ahora sí, al ritmo de ese violín un poco desafinado, pero cuyo ritmo era el de la vida misma.

“En la calle está la vida”, les dijo, seguramente alzando su mano casi verticalmente, repleta de anillos y lunares, como muchos la continuamos recordando.

Para quien contó esta historia en su presentación, Yañiz era más que un personaje secundario en su narrativa personal. De hecho, ella misma aseguró que su ‘trama’ cambió cuando conoció a la maestra. Me hizo pensar entonces que la chica también tiene cierta conciencia de su vida como relato.

Creo que fue Saramago quien lo dijo: “Somos cuentos de cuentos contando cuentos. Nada”.

Poco a poco, se fueron agotando los libros abiertos que fuimos esa mañana. Se fueron cerrando. Estuvimos por un momento en una biblioteca humana. ¿Existen otras? Es verdad que la literatura no solo es escrita. Tampoco se reduce a las innumerables estanterías de los recintos oficiales. De hecho, ciertos días como aquel, parece que no existieran fronteras entre personas y literatura. Somos la expresión de lo vivido. Somos lo que nos decimos.

Seres como libros.