(www.eloriente.net, México, 27 de marzo de 2019, por Joaquín Maldondado).- Alguna vez, en una de tantas tertulias dije que el mundo necesita más contadores de historias y no historias deleznables. Me cuento entre los que cuentan historias que valen la gracia de ser contadas, porque así como van los rumbos nacionales, poco habrá que rescatar.

Un día soleado, como tantos que hay en esta ciudad, llegó un hombre enflaquecido con una guitarra a cuestas. Tocaba las puertas céntricas y con lágrimas pedía perdón en nombre de sus compatriotas conquistadores por la implantación sangrienta de una nueva cultura. Resulta que era un «cantaor» español, y en una especie de bálsamo de la vergüenza, dejaba que los sollozos hablaran por su raza, que es la nuestra, pero salpicada. Dijo que no tiene otra forma de saldar la ignominia, sino con música. Tocó parte de su repertorio flamenco. Su cabello lacio y encanecido, iba y venía posándose en la nariz generosa, muy propia de los andaluces, acompañando las músicas.

Estaba complacido cantando su oda al perdón. Lo dejé hacer, pues era su redención. Él cantaba y el que lloraba después era yo, por el recuerdo imaginario de la tierra olvidada, por la raza perdida, por la tragedia flamenca que desgarra y se vuelca en propia. Después, dijo que tocaría el primer movimiento de su Réquiem, escrito días atrás en la playa. Lo hizo y se marchó. Me puse con rumbo a la Alameda con la sensación clásica que deja el Dejavú y el alma tocada.

Algún tiempo después, el Réquiem se tocaba por primera vez en Toulouse, Francia y después en Oaxaca. Le dije al cantaor que la música es la historia de los vencidos y, muy particularmente la escrita por don Miguel León-Portilla «Visión de los Vencidos». Tuvimos una plática amena sobre el libro, porque precisamente fue dicho texto el que le obligó a venir a nuestra Amerindia a cantarle una misa a los caídos.

Durante la mitad del milenio, desde la caída de la gran ciudad, nos contaron tantas veces y de tantas maneras la conquista que ya no importa una más, aunque no creo que alguna de ellas fuera pidiendo perdón. Nos contaron que el imperio precortesiano, estaba encabezado por salvajes, impíos, gente sin rostro que, al estilo de los bárbaros, aporreaban a todo ser que fuera ajeno. Nos muestran sus libros antiguos donde, en grafías desordenadas y desencantadas relatan las historias con su tinta negra y roja, con sus cantares mexicanos desollados y melódicos. El nuevo mundo no existía. Solo el infinito y la nada, la brisa del infierno adornaba el paraíso y eso lo anunciaba un marino gallego que creíamos genovés, ¿o era al revés? Es lo que la historia nos cuenta y que nos tragamos sin dificultad. Los locos escriben en los libros y nos da igual si es verídico o una fábula. El paraíso y el infierno son una moneda al aire. Cara o cruz: es cosa de decidir cuál es la más conveniente.

La historia es una puta que se entrega aún en contra de su voluntad. Es la principal musa y enemiga. Es el pretexto para continuar con el engaño. Dicen que una mentira contada mil veces se convierte en verdad. Aristóteles lo dijo: Veritas está sujeta a juicio. Al mejor postor. Cada uno de nosotros es responsable de creer o crear la verdad. La razón estuvo siempre en la cúspide de la divina sentencia.

Hay que destruir la antigua ciudad. Debemos evangelizarla. En el principio de los tiempos el Edén tenía dignidad y semblante. Nosotros debemos reinventarla para el génesis de una nueva raza. La cósmica, como escribió José Vasconcelos, la que decidirá cuándo tiene el mundo que sacudirse del abandono y la mezquindad.

El nuevo reino ahora yace sepulto. Su mortaja es el honor. La oportunidad para el comienzo de la reivindicación tiene que ser hoy; así como en aquellos tiempos en que un hombre compasivo y devoto lanzó voces en contra del mal gobierno y de la iniquidad. La separación del tirano nos hará libres y felices. Lo que no sabíamos es que el tirano renace cada vez que sufragamos en las vírgenes urnas.

La historia al servicio del poder ha servido para aquella reivindicación postrera. Le da legitimidad a las paradojas y a las pesadillas. El abandono de la razón es la cúspide del poder. Dicen que uno solo fue el consumador de la libertad. Le dimos nombre y apellido y después lo aniquilamos. Nos hemos convertido en parricidas perpetuos. Eso que llamamos patria dista mucho de ser progenie de esa raza anhelada.

La patria está en venta desde su concepción. No supimos qué hacer con ella al firmar al pie su imperial destino y revolucionamos. Le otorgamos nuevos rostros a los dictadores, le damos colores e ideologías, cuya ocasión se pinta cómoda e inteligible. Ello no ha importado en casi un siglo de modernidad. El convulso siglo XIX queda en el escritorio como una época entrañable, donde eso que llamamos nación era poderosa, grande y próspera. Donde la legalidad estaba por encima de los ojos expansionistas de las potencias mundiales, justo cuando europeos y americanos se disputaban la potestad y pertenencia perpetua de la tierra prometida.

¿Cuántas mentiras y cuentos nos cuentan en aras de la verdad eterna? No lo sabemos, a menos que nos mantengamos con los sentidos alerta. ¿Cuántas promesas y cuántos Edenes esperaremos? Todos. Sí. No seremos más víctimas hasta que nuestra condición de héroes trágicos cambie en nuestra esencia. Por cierto, la nuestra es una historia melodramática. Nos pintan héroes y villanos como si fuera un culebrón, una novela con buenos y malos. Nos hacemos a la idea que así debe ser, pues la televisión nos la escupe en la cara. Se nos hace común el que los jerarcas conduzcan los hilos de la vida como manejadores de marionetas.

Cuando estudié teatro clásico, me enseñaron que el protagonista se llama Héroe Trágico. Tiene la cualidad de ser divino, fuerte, poderoso y regio, pero que por su libre albedrío, comete un «error trágico» que lo lleva a la destrucción. ¿Cuántos más? El error trágico troca en errores de diciembre, de apreciación, de juicio. ¿Hasta qué punto dejaremos de ser idiotas? ¿Cuándo nos volveremos héroes que fenecen en la línea, en la lid imperecedera? Yo continuaré cantando el Réquiem pétreo, aquel donde el perdón no termina de llegar.