Hace unos años que estuve en Tijuana para unas lecturas de poesía, caminando por las calles de la ciudad, al hablar con la gente o al interrogar a la chica que aseaba mi habitación en el hotel, descubrí el viaje sin retorno en el que viven. La frontera de cristal que habitan sin poder ir más allá. Hombres que llegaron para pasar al otro lado en busca del sueño americano y no reunieron lo suficiente para pagar al pollero que los pasaría corriendo por el desierto o a bordo de un camión cerrado como mercancía humana. Mujeres que se quedaron a la espera y mientras se consiguieron un trabajo para juntar unos dólares. Cuando se dieron cuenta ya tenían esposo, tres o cuatro hijos y seguían sin el dinero suficiente para emigrar o regresarse a su ciudad de origen.
Eran personas que miraban hacia los Estados Unidos con ambición y coraje. Bendiciendo el cobijo de Tijuana y al mismo tiempo la menospreciaban porque seguían de paso, sin darse cuenta que hay miles de fronteras a las que siempre nos tenemos que enfrentar día a día. Al cerrar la ventanilla del auto mientras conduzco dejo el miedo afuera. Me siento a salvo, del peligro, de la miseria de la calle, el calor y la lluvia. Todas las mañanas que voy a correr al parque veo a mis vecinos de ruta con sus ipods en las orejas, los siento tan libres, tan ajenos a su alrededor que parece como si viajaran solos en el mundo, el que compartimos con aquellos que decidieron cubrirse de piercing o tatuajes para esconderse. El colmo de las fronteras me pasó con Luda, la chica rusa que me visitaba los fines de semana después de trabajar de lunes a viernes en un table dance de la Zona Rosa. Le gustaba pasearse desnuda por mi casa, andar sin nada que pudiera impedirme habitarla, pero siempre con lentes oscuros, de ojos de mosca, que le cubrían medio rostro. ¿Cómo un artículo tan pequeño y vulnerable la hacía sentir tan segura? Sin darse cuenta que su piel era la mayor de sus fronteras que yo infringía al penetrarla. El amor es la mayor violación de límites. A veces veo a la gente caminando por la calle de cualquier edad o condición portando grandes gafas que les da certeza, personalidad, que los hace sentirse seguros y aislados. Si el otro no ve hacia donde tengo la vista no podrá adivinar mis pensamientos, ni podrá cruzar hacia mi mundo interior.
Pero quizá las más dramáticas de nuestras fronteras sean las ilusiones que terminan construyendo seguridades falsas. No saber afrontar lo que sentimos frente al otro, no pedir perdón y quedarnos encerrados en nuestros laberintos interiores, celdas que aprisionan sin dejarnos salir de la melancolía, privándonos del deseo y la aventura de la vida. Cárceles de miedos y prejuicios que hacemos para contenernos, como los animales de cautiverio que mueren en libertad. Yo he dejado morir tantas ilusiones porque la frontera del mañana me ha impedido vivir el presente que, ha dejado de transcurrir porque no pude rebasar los límites del pasado y me quedé a la mitad, frente a un muro de cal que me borró hasta las huellas de las manos para no reconocerme y hacerme sentir ajeno en mi propia casa, en mi propio idioma. La peor de mis fronteras, definitivamente, ha sido el silencio, no haber dicho a tiempo te amo, te necesito.
Fotografía en contexto original