Por: Omar Alejandro Ángel

Ánimas, que no amanezca

-Guadalupe Ramos-

Suave, sonoro, sucumbes −sutil susurro− la simpleza de lo viviente, magnificente viento. Noche. Madrugada. Acre, inerte, rutilante −impío viento− destrozas. Juntos, oscuros elementos, reviven.

Cortar, peinar. Jabón, talco, alcohol. –Me llevó el muy maldito− piensa el peluquero. Tijeras, peines y navaja, sus aliados. En la calma del vacío recinto, hojea el periódico, disfruta el sufrimiento susurrando a José Alfredo –con un buen medio vaso de mezcal, claro está− y espera, como siempre, que la clientela nunca llegue. −¡Que hagan fila, “Lic”!– exclama –vamos a echarnos unas.

“¿Cómo me llamo? Yo me llamo mierda, cagada… ¡Joven, joven!” y el borracho utiliza su bicicleta, aquella fiel compañera que le transporta hasta en las más alcoholizadas noches, momentos en los que el pavimento ha sido cruel con ella y con su hábil, realmente hábil conductor, a manera de obstáculo a su pobre interlocutor.

La Catrina fuma, sin excusa ni pretexto, un cigarrillo al mediodía. Luego de esto, regaña al marido, cocina aquellos platillos inapropiados, por salud, a éste y reposa el día contemplando el movimiento en la calle desde, evidentemente por su alta categoría, lo más alto de uno de tantos balcones de la casa. Televisión a color, la única del inmueble. Novela de tarde-noche. Cigarrillo nocturno, último del día. Dormir.

Seis fue la última cifra que se supo de sus mujeres. Así como el estallido de las olas con las rocas, el mecánico cae de bruces en la arena. La tierra le dio la vida, el se da a la tierra. Curiosa combinación: Richard Clayderman de fondo, Raleigh a medio consumo, Steven Seagal dentro de la caja negra. Victoria, bien fría, segura.

Desvelos diarios, lecturas “infinitas” y, aún así, escritos mediocres. El crítico jamás estará a su favor. Toma un cigarrillo (aún le quedan trece más), bebe el poco whisky barato sobrante de la fiesta anterior, aquella de la que era anfitrión y no fue. Piensa en sus ancestros, aquellos de quienes heredó la peligrosa autenticidad; recuerda sólo cuatro. Y así, harto de nada, el escritor se esconde tras un punto final.

 

El que por su gusto muere…

Foto: Señor codo, Algunos derechos reservados.