Por: Rodolfo Naró
Fue amor a primera vista. Sentí que me seguía a pocos pasos de distancia, yo caminaba por las calles serpenteantes de Tlalpan, veredas estrechas y sin banqueta. Llevaba el sol de frente. Al sentir su respiración cada vez más cerca, voltee a verla y me deslumbró su mirada de ojos amarillos, su pelaje rubio. Yo le hice un sáquese para allá, pero no obedeció, huía de otros perros que la acosaban.
Cuando comenzó a caminar a mi lado, brincando a mi alrededor, supe que había perdido, que estaba totalmente enamorado. Paré en la banca de un parque cercano y ella se echó a mi lado, movía sus elocuentes orejas y me buscaba la mano, la caricia de ternura. Ella me había escogido, entre todos los peatones –ninguno, solo yo– que a esa hora caminábamos por la calle. Era el destino que había cruzado nuestros caminos y yo sentía que no debía negarlo.
Pero al decidir llevarla a casa, una serie de dudas y coincidencias se encadenaron al instante. ¿Cómo explicarle a Runa la nueva intrusa? ¿Sería mi casa de nuevo un hogar de perros y gatos? ¿Si cerraba los ojos y la dejaba pasar, la conciencia me reclamaría el abandono? ¿Quién me pone estas pruebas?, volví a preguntarme. Mientras la perra se rodaba sobre su lomo, ladraba con la precisión de decirme algo importante y sublime.
Seguí caminando con ella a mi lado. Así que resultaste hembra, le dije y ella respondió con coquetería. Hasta las perras me siguen, pensé y seguimos andando. A partir de ese momento se modificaba mi rutina diaria. Habría que sacarla a pasear dos veces al día, cuidar de que no se tomara el agua de Runa ni se comiera las Whiskas de Runa, que tampoco se comiera a Runa. Quizá lo mejor sería tenerla unos días en casa y buscarle un hogar de adopción. Pero antes habría que darle de comer, llevarla al veterinario, bañarla, arroparla, buscarle nombre.
Se llamaría Toña, Toña la Güera. Estábamos en Tlalpan, al sur del sur de la Ciudad de México. De pronto me di cuenta que no traía dinero, ni un centavo, la noche anterior había dejado el efectivo en otro pantalón y a pesar de que una compañera en la oficina me había pagado más de 200 pesos, en ese mismo momento se los había dado a Montserrat para algo que necesitaba comprar y otra vez me había quedado en la inopia.
El destino también tiene sus veredas, sus claroscuros inexplicables, dolorosos y aunque lo neguemos, el amor también se esfuma con la misma rapidez con la que llega. Antes de abordar el taxi que nos llevaría a mi casa, paramos en un Banamex para sacar dinero del cajero automático, así se lo dije y le ordené a Toña que me esperara en la puerta del banco. Me entretuve unos segundos en salir, lo que dura una luz roja de semáforo, menos de lo que tarda en llegar el metrobus, tan solo el tiempo suficiente para que la mano mecánica del cajero contara tres billetes de 200 pesos. Cuando salí de ahí, Toña ya no estaba, se había ido con otro. Los miré calle abajo. También caminaba a su lado, también brincaba a su alrededor. Mi perra, también a otro había engatuzado, con descaro, moviéndole el rabo.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Cállate niña es su nueva novela y Ediciones B su nueva casa Editorial | www.rodolfonaro.com