Por: Rodolfo Naró
En la pasada Feria del Libro de Guadalajara, me invitaron al XIX Coloquio Internacional de Bibliotecarios, «Yo leo, tú lees, leyendo en la biblioteca». Esta fue mi ponencia, la cual comparto en tres entregas.Hoy, la primera parte.
Biblioteca pública
Como un halcón que despliega sus alas, los libros y el amor llegaron a mí, bajo la bóveda de una biblioteca. En mis años de bachiller cuando cursaba la preparatoria en la José Guadalupe Zuno, nuestro profesor de literatura, César López Moreno nos dejaba de tarea, hacer ensayos sobre Quevedo, Lope de Vega, el Siglo de Oro español; como mi padre por ese entonces era médico de la Clínica 1 del IMSS, la que está frente al parque Agua Azul, yo aprovechaba las mañana, yéndome con él a buscar libros y referencias en la Biblioteca Pública del Estado.
Fue cuando nos encargó hacer un ensayo sobre La Celestina de Fernando de Rojas que vi por primero vez a “mi Melibea”, desde ese día sentí a la gran biblioteca como un jardín encantado y vi a los libros como un puente, una tabla de salvación; dejaron de ser para mí, aquellas pilas que se acumulaban en la casa de mis padres, en los estantes de los libreros de mi abuelo Salvador Fonseca, que a su vez custodiaba la biblioteca de su suegro, mi bisabuelo, Pedro R. Carrillo; un masón de alto rango, que toda su vida tuvo cierta enemistad con don José Guadalupe Zuno; sus libros, principalmente de historia y masonería, años después me servirían de consulta, así como los que leía mi madre, experta en Agatha Christie y Arthur Connan Doile.
La suerte quiso que encontrara a mi Melibea en la Biblioteca Pública del Estado, entre una gran variedad de libros que esperaban su acomodo. Ella también me miró, entre los libreros, como si se asomara detrás de un árbol. Era una chica casi rubia, casi etérea, casi eterna que me cautivó. Tardé varias semanas en conocer su nombre; a esa edad, con solo poseer el nombre de la chica idealizada es más que suficiente, uno no aspira a más; pronto, esas letras se convierten en presente y futuro. Esas cinco o seis letras que formaban su nombre me sirvieron para andar seguro por ese huerto de frutos encantados. Árboles y más árboles que esperaban hechos imágenes, eternamente vivos en los estantes o sobre las mesas de trabajo o entre las manos de aquella chica a quien nunca me atreví a hablarle.
Antes de la una de la tarde regresaba a la Clínica a reunirme con mi padre para volver a casa, comer y luego irme a la preparatoria. Fueron semanas de inquieta zozobra, me parece que esa fue la única vez que he sido tan puntual y dedicado para una tarea escolar. Por lo menos cuatro semanas estuvimos mirándonos entre libros, apartándolos de los estantes como quien separa las ramas de un árbol para mirar el horizonte. Me sabía observado y yo también la miraba temblando de miedo. Volvía a mi mesa, a mi lectura, atisbaba a los lados buscando una celestina que me ayudara a hablarle, que me dijera cómo, por dónde. Celestina le dice a Calixto: “No desconfíes de mí, que una mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa: no sabes bien lo que yo puedo por ti”. Sin embargo, esa tarde mi padre me dijo: “Debe ser una tarea muy importante, te veo preocupado”. No me atreví a confesarle nada, un temblor de principiante, como una hiedra, me subía desde los tobillos y amenazaba con asfixiarme. Creo que en el fondo prefería idealizar el amor, escribía en mi cuaderno palabras que me asaltaban el corazón. Esos fueron mis primeros versos.
El encuentro fortuito con la que pudo haber sido mi primer amor, ahora creo que no fue una casualidad que hubiera sido en una biblioteca, en la más importante que tenía Guadalajara en eso años, de alguna manera, los libros y el amor seguirían ligados en mi proceso creativo, siendo significativo que fuera La Celestina de Fernando de Rojas el libro que me llevara a ella. Un libro editado por primera vez en 1499, quizá el segundo libro prensado en una imprenta y considerado la primera novela moderna en castellano, la cual tiene pasajes de amor, intriga, poder, erotismo, brujería y sobre todo poesía.