Por: Omar Alejandro Ángel

A la mujer de todos,

en todas las vidas.

 Desconocía tal sensación. Me resultaba ajeno volver al recuerdo; sucumbía ante la imposibilidad de acercamiento al inicio mismo. Ahora que lo pienso con mayor detenimiento, ¡qué maravilla la de contemplar un trozo de tela, una zapatilla, un color incluso, y que dicho acto nos produzca desde la alegría más espontánea e incoherente a la nostalgia más profunda y sulfurante. Qué sutileza la de la vida que, de un momento a otro, en un pequeño pero contundente split de párpados, puede modificarse tanto al grado de anularse o recrearse. Así sucedió esta vez. Así ocurrió conmigo, contigo.

Me pregunto (sé que tú también. Si no ahora, pronto lo harás) si hice lo correcto, o más bien si esos fueron el momento y medios adecuados ¿y quién te enseña a serlo, dime?, ¿quién tiene la Verdad?, si quieres, puedes hacerlo, deberías… Deberías. No me arrepiento de nada. Sé que hicimos lo correcto, lo propiamente humano. Decidimos cambiar, cambiarlo todo, radicalmente. Muy pronto. La biblioteca cambió los facsimilares por coloridos jeroglíficos prehistóricos, por animalillos que brotaban desde las “páginas” de esos “libros” que calificaba más de juguetes que literatura. Sí, el juego, la alegría… eramos dos niños. Inocentes. La cama y almohadas de la pieza dieron paso a una pequeña jaulita (me gusta llamarle así. Sólo por la palabra, no por el cautiverio) y un sinfín de compañeros afelpados que cuidarían nuestras noches. El placard se convirtió en la puerta de entrada a un mundo inimaginado, aquél en donde nos guardaríamos de los peligros y tormentos del mundo. Y todo para mí era nuevo. Así, cuando te tocaba, cuando te miraba, cuando me encontraba en ti, me resultaban novedosos el amor, el canto de tus pupilas, la tersura de tu piel… la creación.

Y, sin duda, desconocía tal sensación. Era ajena al sentimiento que provoca tener el corazón fuera del cuerpo.