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14 de agosto de 2016

Editorial

Hubo una vez un país donde siempre se decía una cosa y se hacía otra.

Se hablaba de que era necesario construir una sociedad respetuosa de las leyes pero, contrario a la lógica y al entendimiento, quienes no observaban las reglas eran las personas que recibían los privilegios más ostentosos, derivados de la impunidad y la riqueza.

Se insistía en tribunas y eruditas disertaciones en la urgencia de combatir la corrupción, pero quienes montaban las reglas para ese combate, eran los más comprometidos con el pago de favores electorales y la opacidad financiera.

Se presumían avances en las instituciones democráticas, pero al mismo tiempo se perseguía a periodistas incómodos sin el menor decoro.

Inclusive, en ese país se difundían campañas en los medios hablando de ‘calidad en la educación’, como si la educación solo fuera un asunto de escuelas y no de ejemplos cotidianos.

 




 

Así, se proponía volver a estudiar civismo en las aulas, pero una vez que los niños salían a las calles se daban cuenta que el civismo era solo una materia teórica y para nada práctica: contadas personas actuaban cumpliendo sus deberes ciudadanos y sobreponiendo los intereses generales a los particulares (aunque dijeran lo contrario).

Y lo más grave: poco a poco ese estado de cosas fue degenerando en un sistema.

El sistema del nulo valor de las palabras.

Es decir, el sistema de la desconfianza común, en el que nadie sabe qué esperar de nadie y que activa por lo tanto los más salvajes mecanismos de defensa y supervivencia humana.

Esto ocasionó que cualquier atisbo de actuar distinto, es decir, congruentemente, apegados a la razón y a ciertos principios, era rápidamente acallado a través de distintas tácticas, desde el descrédito automático (porque se interpretaba que ese intento ocultaba intereses inconfesables) hasta la sorna (pues el honesto en aquel país era tachado de ingenuo, pasado de moda, inexperto, bruto, demagogo o santo).

Pudiéramos continuar describiendo metafóricamente esa nación imaginaria, tratando de descifrar las consecuencias del establecido gradual de ese sistema, donde como puede predecirse la violencia ganó terreno muy pronto, pues la fuerza es siempre la respuesta humana ante la incertidumbre, ante la incivilidad.

A ese país, de nada le servían centurias de avances y progresos civilizatorios, desde científicos hasta culturales, esa herencia que las sociedades llevamos a cuestas y que tendrían que ser útiles para algo más que iluminar las calles por las noches y poder seguir los juegos olímpicos desde el móvil.

Servir para que la justicia (sobre todo la social) fuera siendo general y verdadera; para que se privilegiara la formación humana como el asunto público más determinante; para que la convivencia y la armonía se fundaran como pilares del bienestar colectivo; para que las libertades fueran el impulso de la creatividad y garantizaran que las siguientes generaciones vivirán al menos un poco mejor que las anteriores.

Pero en ese país nada de eso sucedía, es más, tampoco era siquiera tema de conversación.

Pues el rasgo más importante del sistema era uno: la ignorancia.

La gente lo ignoraba todo acerca de sus propios alcances, de sus propias capacidades, de que las cosas podían ser diferentes y más promisorias.

La gente de ese país imaginario estaba encerrada ya en un recinto oscuro sin tener demasiada conciencia de ello.

Rodeada de muros que solo la educación puede derribar, pero no se aseguraba educación. Infectada por voces que solo medraban con sus miedos pero eran las voces a las que les otorgaba credibilidad y confianza.

El tiempo pasó. La gente de ese país se hizo gente triste, apática, desanimada. Y cuando no, la rabia contenida se desbordaba para después volver a un estado automático de tristeza, apatía y desánimo.

Como en los cuentos infantiles, se conoció a ese lugar como ‘el país más triste del mundo’.

Siguieron pobres, ilusionados por fantasías pasajeras y nunca genuinas, con la certeza de que no tenía ningún caso pelear por nada pues, de cualquier manera, ninguna transformación era posible.

Tristes, porque las personas no distinguían entre ser humanos y vivir solo por vivir.

¿Habrá nacido ya el hombre o la mujer, o el grupo de hombres y mujeres, que intente despertar a su pueblo de ese letargo?

(Historia sobre otro país que no es este, luego de darse a conocer la negociación de la Ley y las autoridades mexicanas realizaron y que culminó con la liberación de líderes magisteriales)

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Norman B Leventhal mapa mexico licencia CC 1889

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