eloriente.net

27 de febrero de 2017

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Tradiciones que nos marcaron en la infancia.

La recogida de azucenas en los montes aledaños; el vuelo de papalotes durante los días de viento; los días de campo a la sombra de laureles, a la vera de algún río en cualquier pueblo.

¿Son presente o pasado?”

Cualquier astrónomo diría que miento, que pretendo llegar a conclusiones poco razonables. Pero esa tarde pude comprobarlo con mis propios ojos y lo recuerdo como si fuera ayer. Viajábamos 5 personas en la camioneta azul de mi tío Gerardo. Los mayores que eran 3 iban en la cabina y una prima menor viajaba conmigo en la caja descubierta. Atardecía. No hacía el frío usual de la sierra. Más bien, el ambiente y el paisaje eran tan templados y notables que parecían pre producidos para una sesión fotográfica o para recibir la filmación de una película de viajes.

El sonido único, perdido en el viento, era la mezcla del vibrato de un viejo radio mal sintonizado y el romper del aire en la gruesa lámina del auto. Pero ninguna otra cosa remontaba los oídos, ningún elemento permanecía fuera de su lugar. Y conforme la luz iba desvaneciendo, los objetos tomaban aún más forma en el horizonte y las hierbas en los costados del camino remarcaban su misterio.

Ya no sé si tiene caso mencionarlo, pero las 3 personas de la cabina han muerto. A lo largo de estos 30 años que han pasado, uno se va dando cuenta de la impactante realidad del tiempo: como si la vida fuera una galería de rostros y presencias, el curador va retirando poco a poco los cuadros. Los muros por un momento retacados e insuficientes, van tendiendo a lo minimalista, a lo vacío.

Esas personas por cierto, son algunas de las mejores personas que he conocido. Gerardo, Alicia, Lía. Algunos atardeceres, intuyo seguir viajando con ellos por las carreteras. Pero sé que se han ido. Sé que esta galería solo organiza exposiciones temporales, efímeras. Sin embargo, el paisaje de aquel atardecer permanece en el muro central de mi memoria, por alguna razón insondable. Es posible que desde entonces supiera que en el futuro —es decir hoy— tendría la oportunidad de revivir el momento a través de las letras y traspasarlo a tus ojos y a tu imaginación.

Lo mejor sucedió después. Yo no medía más de un metro, así que para mirar el camino y sentir el viento me puse de pie, bien agarrado de una cuerda. Entonces la vislumbré en el horizonte. Era una luna más grande que el horizonte mismo. Se abría paso por la cañada y materialmente invadía el valle, la vegetación, obligaba a entrecerrar los ojos y daba la impresión de incendiar las casuchas esparcidas.

La luna no tiene el tamaño que ha consensado la comunidad científica. Y es verdad que cualquier astrónomo podrá tildarme de mentiroso. Pero la vi de cerca, como si por alguna falla estelar, aquellas horas, el satélite nos hubiese pasado rozando, o bien nosotros, por la dicha que sentíamos al mirar el espectáculo, nos hubiésemos elevado alto, alto y levemente.

Nuestra dicha provenía de haber tendido un día de campo a mediodía, y luego, haber recorrido ciertas laderas en busca de azucenas.

Cortar azucenas fue una práctica tradicional en nuestra comunidad. Después de comer, las familias subíamos a los cerros y afilábamos la vista en busca de estas flores que son botón verde por las mañanas y una sombrilla abierta y blanquecina al caer la tarde.

En vez de cazar elefantes o perseguir cocodrilos, nosotros cortábamos flores.

Un placer sencillo. Lejano del mundo de pantallas que hoy vivimos. Cercano a la aventura de disfrutar el olor a tierra mojada y de competir con el grupo a acumular el rollo de azucenas más nutrido. Placeres del mundo real, distintos a los placeres del mundo virtual a los cuales nos hemos habituado décadas más tarde.

Otro desafío era volar papalotes durante los meses y días de viento. Sergio Javier Alcázar alguna vez me invitó inclusive, teniendo yo menos de 10 años, a conducir con él una transmisión en radio en terrenos de Candiani, dando cuenta de un concurso amateur de cometas. Allí se reunía la numerosa crema y nata de la disciplina. Crema y nata compuesta por padres de familia y niños anónimos, igualados por la ilusión modesta y auténtica de hacer volar un artefacto de papel y carrizo.

Nada sofisticados, los diseños más humildes eran a veces los primeros lugares, pues para hacer volar un Papalote Boeing 727 no eran necesarias turbinas de marca sino mucha técnica y paciencia. También condición física para aguantar las carreras respectivas, la huida de los carretes como buscapiés cuando se nos zafaban por accidente y la correspondiente quema de manos al roce violento del hilo sintético.

Pero la síntesis de esta práctica era y es aún muy clara: personas mayores enseñan a las generaciones más jóvenes a mirar el cielo y a desafiar el viento, la naturaleza, la gravedad. Y todo, haciéndolo parecer un juego, cuando es la cosa más seria del universo. Así comienzan siempre las mejores proezas de la humanidad.

Con sus excepciones, estas tradiciones o prácticas se han ido casi por completo. Se han sustituido por otras o de plano se han perdido. Servían, servían mucho. Sobre todo, porque eran ejercicios en compañía, donde el trabajo en equipo o la enseñanza de contacto directo con otra persona eran necesarias y sustanciales.

Alguna vez le escuché a Savater decirlo en relación con la existencia de las escuelas: quizá lo más valioso de ellas es la condición de que el conocimiento es transmitido por personas a otras personas, de una generación a otra generación de carne y hueso. A diferencia de las variaciones de la enseñanza a través de la tecnología o las grabaciones impersonales.

La compañía y la convivencia son necesarias para transmitirnos la vida y la cultura unos a los otros, para crecer juntos social e interiormente.

Yo no creo en que “siempre el pasado fue mejor”, ni en las tradiciones perennes e inamovibles, por eso tampoco me atrevería a sugerir siquiera a volver a las montañas en busca de las azucenas perdidas o al vuelo colectivo de cometas.

Solo te cuento el significado de esas tardes para muchas y muchos de nosotros, las imágenes formadas en nuestro imaginario, la explosión interior que produjeron en aquellos nuestros cuerpos de niños y cuyos efectos se han expandido a nuestras mentes de adultos.

Nada mal estaría inventarnos otro juego que juguemos todos.

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