Oaxaca

eloriente.net

23 de febrero de 2018

“Luego del sismo del pasado 16 de febrero, la incertidumbre otra vez se apoderó del estado.

Con una diferencia:

esta vez se confirmó que los sismos son y serán parte de nuestras vidas”.

Por Juan Pablo Vasconcelos

No es ninguna exageración ni es incorrecto afirmarlo: vivimos en peligro, es decir, con “la probabilidad de que ocurra un fenómeno perturbador potencialmente dañino, de cierta intensidad, durante cierto periodo tiempo y en un sitio dado”, tal como lo define diversos documentos, entre ellos el Plan de Lección: Los Desastres y sus efectos psicológicos, editado por el Sistema Nacional de Protección Civil.

Vivimos en peligro y, quizá más correctamente “vivimos en riesgo”. Sin embargo, aunque suenen fuertes ambas expresiones, son palabras que es mejor repetirse hasta el convencimiento pues luego suele ser demasiado tarde.

Aquel 16 de febrero, nuestra familia vivió con mucho menos angustia que las familias de Jamiltepec o Pinotepa, los embates del sismo. Sin embargo, por las características generales del momento, no estuvimos exentos de esa sensación de temor y vulnerabilidad, propia de estos casos.

Se escuchaba a lo lejos el juego de las niñas y nosotros estábamos absorbidos por la conversación, sobremesa de un viernes cualquiera.

Pero siempre hay alguien más sensible en la familia, quien recomienda por las mañanas a los descuidados no olvidar la chamarra para no coger un resfriado, o quien en estas circunstancias, resulta la primera persona en decir esa frase de significados temidos: “está temblando” —cuyo efecto inmediato por cierto es el silencio, como si callando se sintiera más fuerte el movimiento.

Verificado el suceso, todo es salir, tomar las precauciones y dejarse ir.

La actitud es importante porque los seres humanos asumimos en estos casos, una auténtica impotencia ante el fenómeno. “Que pase lo que tenga que pasar”, parecemos decirnos con resignación, esperando lo mejor o lo peor según la intensidad. Y no sin argumentos, pues ya en esos segundos es poco el margen existente.

Porque lo posible, debió hacerse antes.

Y así el corazón de estas palabras: no podemos cruzarnos de brazos entre temblor y terremoto, ni tampoco lamernos las heridas o responsabilizar al gobierno de todo cuanto haya por hacer para salvarnos la vida. Parafraseando a Pope, nosotros debemos asumir nuestra propia responsabilidad de vivir.

Por eso, yo esperaría más de la comunidad oaxaqueña, un verdadero fervor por la protección civil, o por aquello que los entendidos llaman la Gestión Integral del Riesgo.

Como los enfermos y sus familiares se avocan a saberlo todo sobre el dolor o el padecimiento que los invade, buscando tratamientos por debajo de las piedras, interpretando nuevos hallazgos, indagando, quemándose las pestañas con tal de resolver el enigma, lo mismo nosotros deberíamos estar ahora mismo verificando maneras de gestionar el riesgo latente que padecemos, para prevenir desgracias mayores.

De  ninguna manera es permisible y mucho menos perdonable que, sabiendo el peligro, la vulnerabilidad y el alto grado de exposición en que nos encontramos ante los sismos, le dejemos a una oficina, al gobierno, toda la responsabilidad para hacernos salir adelante ante previsibles contingencias.

Los ciudadanos, las organizaciones, cámaras, medios de comunicación, necesitamos movilizarnos y poner de nuestra parte. Los colegios, instituciones educativas, universidades, de ninguna manera cumplen si cumplen con lo mínimo: el simulacro y el mantenimiento a las instalaciones.

De alguna forma, la verdadera prueba para la sociedad organizada y para la madurez de los ciudadanos en Oaxaca, ha llegado. Y es ésta:

¿Cómo vamos a enfrentar juntos la más grande amenaza que se nos ha presentado en este siglo?

Hasta el momento, los terremotos del 7 y el 19 de septiembre, así como el del pasado 16 de febrero, han cobrado víctimas directas o indirectas muy dolorosas para la entidad —por no hablar de los decesos fatales en Ciudad de México y otros lugares del país—. Sin embargo, una actitud generalizada ha sido voltear la cabeza hacia la antigua cotidianidad, una vez que los efectos inmediatos de los sismos han amainado. Tiembla el viernes y para el lunes siguientes parece que nada ha pasado y nada pasará.



Voltear la cabeza y bajar la guardia, no ayuda.

Necesitamos actuar todos desde muy distintos ámbitos.

Por un lado, prospectivamente, buscando acciones que disminuyan la vulnerabilidad, es decir, disminuyendo el grado de pérdidas esperadas ante la presencia del fenómeno. También correctivamente, disminuyendo los riesgos ya existentes. Y en tercer lugar, Gestión Reactiva, planificando y ejecutando acciones para la atención de emergencias y desastres, planes de contingencia, emergencia, rehabilitación, construcción, entre otros.

Importantísimo, al mismo tiempo, no olvidar la atención de los efectos psicológicos entre la población.

En promedio, un tercio de la población que pasa por experiencias de desastre, presentará síndromes psicológicos y conductuales.

Ya sea por emergencia psicológica, crisis posterior al evento o desórdenes psicológicos más duraderos, la atención a la salud mental de nuestra población se impone, más aún en poblaciones con verdadero y profundo dolor como Juchitán o Ixtaltepec.

Nos jugamos pues la supervivencia

Con tres terremotos en cinco meses, resulta razonable decirlo y aceptarlo. Siempre es y será correcto decirnos la verdad y hablarnos con sinceridad.

Es cierto que la autoridad, a veces, no puede hacerlo por razones de paz y tranquilidad social. Sin embargo, la sociedad de nuestro estado debe ser lo suficientemente madura para asumirlo sin que la autoridad deba decretarlo.

Por tanto, este fervor por la protección civil que menciono debe manifestarse: ¿dónde están los gremios de profesionistas convocando a sus integrantes a participar activamente en estas tareas y no solo a llevar víveres a los centros de acopio —cosa por demás reconocible pero a todas luces insuficiente?

¿Dónde están los grupos radiofónicos estableciendo espacios permanentes de orientación y formación para la ciudadanía?

¿En qué medida las instituciones educativas están participando en el tratamiento de estas emergencias en sus propias comunidades y colaborando en la reflexión del fenómeno? Y así las preguntas pueden continuar, hasta hacernos ver la necesidad de que despertemos del letargo ciudadano, cambiemos definitivamente la actitud de dejar la responsabilidad al gobierno de cuanto sucede y tomar las riendas (al menos un poco) de la realidad que vivimos.

No es incorrecto afirmarlo: vivimos en riesgo y algo de él es responsabilidad nuestra.

Templo san vicente ferrer juchitan vía telemundo.com