“Durante la presentación de ‘Es la Reforma Cultural, Presidente’ en Oaxaca,

coordinada por Sergio Cervantes Quiroz, una de las presentadoras,

la doctora Margarita Dalton Palomo dijo que, para ella,

la conciencia es irreversible, una vez que se adquiere es imposible ir hacia atrás”.

 

(www.eloriente.net, México, a 6 de noviembre de 2017. Por: Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).-

Una vez que algo se aprende, es imposible quitárselo de la mente y de la vida, me describió después de la presentación Margarita Dalton. Yo me había acercado a comentarle sobre el fuerte impacto de su mensaje final sobre la irreversibilidad de la conciencia. Su respuesta, como ustedes pueden leerlo, fue clara y, añadiría, esperanzadora.

Pues qué mayor dicha pudiera haber en la vida si el conocimiento, la experiencia y las enseñanzas se fueran acumulando automáticamente en nuestro interior, produciendo por tanto una conducta más sabia y consecuente conforme pasan los días y se acumulan los aprendizajes.

No es así de simple.

Está claro que hacer conciencia es distinto a aprender algo o haber creído aprender algo. Lo primero es mucho más profundo. Conciencia —según el Diccionario de la Real Academia Española— es el “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”, y por otro lado “el sentido moral o ético propios de una persona”.

Rojo Rubio y Rodríguez Fernández recuerdan que para Baars la conciencia es concebida como el escenario de un teatro, que transcurre en nuestro interior. “En dicho escenario sería donde la información procedente de diferentes fuentes se integra para el control de la conducta”.

Siguiendo la alegoría teatral, ese momento estelar cuando un nuevo personaje entra a la obra, es un hecho emocionante, que despierta el aplauso del respetable y las luces acompañan (Descartes pensaba que la consciencia, aparte de ser una cualidad esencial y central de la mente, sería como un haz de luz que ilumina los objetos que están dentro de la mente).

En ese momento estelar de hacer conciencia, se imprime una marca indeleble en nuestro interior, producto de un “darse cuenta” tan impactante, que nos transforma al instante. En ello, se ponen en juego todas nuestras partes y sistemas, las emociones, razonamientos, deseos, estados de voluntad. Es un instante de estupenda lucidez que infunde cierta dicha, que nos lanza incluso a la certidumbre de nuestra propia inteligencia.

“Me cayó el veinte”, decimos, como si depositáramos al interior una moneda. Hasta se escucha el metal si pronunciamos la frase.



La otra consciencia

Hay quien hace la distinción con la consciencia (con s), que sería el “conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones”.

Y quizá sea ésta la más entretenida.

Lo es estar atentos a las certidumbres y transformaciones propias. El universo de nuestro interior puesto a entera disposición es poco más que un privilegio y un tesoro inabarcable. Allí, se conjuntan las historias más crueles y las alegrías espontáneas. Los yerros inexplicables. En cierta situación, por ejemplo, cuando estábamos seguros de lo correcto, por algún azar o distracción, caímos de nuevo en el mismo bache.

Allí, en el universo interior, los territorios de la repetición y la isla del instante único. Las aventuras reales y las imaginadas. Las tremendas noches de sufrimiento de los amores adolescentes y las palabras pronunciadas en el rompimiento. Cuando ella nos enlistó los defectos más profundos y olvidó todas las virtudes.

Las lagunas desbordadas durante las discusiones con amigos íntimos, cuando decimos que perdimos las consciencia de lo que estábamos diciendo, pues nos sobrepasó la ira o el rencor acumulado por largo rato.

Están las ciudades con trazos perfectos. A donde acudimos en los momentos de mayor sosiego y buscamos tranquilidad y refugio. En las ciudades así, se nos contagia una sensación de orden y seguridad que nos acerca al ideal.

¿Pero al ideal de quién? Parece decirnos otra parte de nuestro interior, más proclive a los pueblos intrincados y montañosos. Donde por cierto transcurrieron, quizás, nuestras tardes inspiradas, los balcones despertando el espíritu y la evocación de las personas con espíritu bohemio que hemos conocido a lo largo de la vida, con quienes nos une la música, el gusto por el despilfarro y el derroche.

La felicidad se derrocha. Se desboca. Dice otra parte nuestra.

Pero otro rincón la desmiente. Y prefiere el equilibrio y el ascetismo. Es imposible ser feliz en la inconciencia.

Pero los paisajes blanquísimos de nuestro interior lo son demasiado para ser duraderos. Porque la vida no puede ser, nos decimos, desterrada del dolor y el sufrimiento que todo lo abruman. Y entonces, pareciera que olvidamos ser equilibrados y optimistas y andamos por otra ruta por completo diferente, repleta de formaciones rocosas, extensos yermos, espinosas cactáceas. Alacranes.

Es decir, la aventura interior no puede ser ni lineal ni definitiva. Está en constante transformación, se matiza, se decolora, incluso se olvida.

Desespera saberlo, pero se olvida.

Porque los seres humanos no somos máquinas perfectas de acumulación de conocimientos, moralidad o juicio. Sino máquinas imperfectas sin límites claros, con memoria frágil y completamente imprevisibles. Capaces de tomar determinaciones inconscientes, actuar sin juicio aparente, retando al destino a veces hasta por mera valentía irracional.

 

La conciencia irreversible

Debo aclarar que ninguna de las ideas aquí escritas fueron explicadas o son producto de la reflexión de la doctora Dalton, quien seguro puede describir mejor y más certeramente estas y otras disquisiciones. Ella solo se limitó a mencionar lo escrito en las primeras líneas.

Pero por una suerte de inconsciencia me animé a dejarme llevar por esas atractivas palabras: la irreversibilidad de la conciencia.

Será seguramente porque en nuestro tiempo pensamos en esta palabra con demasiada frecuencia, por la persistencia de ciertas conductas que en apariencia resultan producto de la inconciencia o la ausencia de valores. Sobre lo cual por cierto, no he querido escribir.

Somos tan contradictorios los seres humanos: hablamos de pérdida de valores desde los valores. Hablamos de inconciencia desde la conciencia. Hablamos de lo mal que estamos desde la conciencia de lo que sería estar y vivir mejor.

Me ha servido mucho sin embargo escribir esto para ti. De pronto, descubrí otra vez la aventura de revisarme el interior conscientemente. Me hice un observador de mi propio universo.