Foto: Malecón, Habana, tomada de neiljs en Flickr. Licencia Creative Commons.

Por Ciro Velázquez Ruiz

» Es la manera de sentir las cosas y no ellas mismas lo que nos hace felices o desgraciados»
Arthur Schopenhauer

La tarde agoniza, es el 7 de noviembre del 2019 y desde un piso 14 miro el horizonte siempre azul de esta ciudad entrañable. Al fondo el sol crepuscular parece derretirse en rojos y naranjas desteñidos dentro de un inmenso crisol. El impetuoso mar retumba y golpea con sus olas el muro que divide la ciudad del mar, y luego del choque, las últimas gotas caen al piso con un sonido de agua efervescente.

Estoy frente al Malecón de la Ciudad de la Habana Cuba, que visité por primera vez hace ventimuchos años y a la que vuelvo siempre que la nostalgia apremia.

Me cautiva esta ciudad que en unos dias (el 16 de Noviembre del 2019) cumple 500 años.
Y siempre que vengo, me regodeo recorriéndola para admirar su belleza, para distinguir sus contrastes, y cambios, para vivir una ciudad en dos tiempos: la de antaño y la de hogaño; andarla y desandarla, mirarla y admirarla, sentir su palpitar cotidiano y su atmósfera cálida y sensual; la recorro para mirar todo el arte y la historia que mana esta ciudad añosa; para contemplar su grandiosa arquitectura de muros decorados, de columnas, de aleros y salientes barrocos, de enrejados balcones; para distinguir los contrastes en algunas zonas como Centro Habana y sus calles sórdidas y edificios ruinosos por las que no camina ningún turista y que limita con las lustrosas y reemozadas áreas del Parque Central o el Capitolio; o recorrer amplísimas y verdes avenidas como las del Barrio del Vedado con sus palacetes, y después las estrechas calles de la Habana Vieja, la camino para comparar los muros pétreos del los Fuertes y el Castillo del Morro que difieren con los modernos edificios del Malecón; o ver las diferencias entre la modernidad de sus Centros Comerciales y la sencilla modestia de sus Mercados Agropecuarios.

Imagino entonces a una Habana Cenicienta que va mostrando parcial y paulatinamente su belleza soterrada, a base de pintura, adoquin, de maderas, iluminación y jardineria. Una Habana que se acicala cada dia mejor, para regocijo de todas las miradas.

Pero me gusta caminarla además para mirar ese otro paisaje: el humano, el de los isleños de voz estentórea con su español tan expresivo y escaso de «erres», o el de mujeres bellas y sensuales que caminan como en pasarela; el de hombres y mujeres esforzados que salen cada día a las calles en busca del sustento; el de sus pregoneros y mendigos; me gusta caminarla para escuchar los sonidos singulares de esos motores viejos y cansados que se arrrastran por sus calles; recorrerla para cotejar los paisajes habaneros que describieron en sus libros escritores como: Cabrera Infante, Eliseo Alberto, Pedro Juan Gutiérrez, Senel Paz, Lezama Lima, Calvert Casey o Virgilio Piñera; recorrerla para alegrarme en cada esquina o plaza con los sonidos inconfundibles del bongó, de las maracas o el tres, que dan vida a ritmos como el son y la guaracha, el bolero y la trova, la rumba o el guaguancó, y otros tantos ritmos que Cuba ha dado para el mundo.

¿Y por qué no?, me gusta también hacerlo para reconocer esos efluvios, a sarro y a salitre, a humos y aceites quemados tan característicos.

Finalmente la camino para que al hacerlo, el calor, la sed y el cansancio muevan al cuerpo a reclamar los sabores inconfundibles de la cocina criolla tan llena de arroces y frituras, de malangas y yucas; de ajíacos y caldosas, de cubalibres y mojitos, en pocas palabras: para vivir con intensidad mi idilio permanente con la capital cubana.

No recuerdo si fué Calvino en «Las Ciudades invisibles», quien dijo que a las ciudades se les ama como a una mujer. Si es así, Oaxaca es el amor de mi vida, pero la Habana es una amante sensual y voluptuosa difícil de olvidar.

Gustav Flaubert dijo también alguna vez: » Hay lugares tan bellos en la tierra que uno quisiera poderlos estrechar contra su corazón» Y para mí, la Habana es uno de los tan.