Giraldo Piloto con Marta Valdés, Ricardo Díaz, Omara Portuondo, Miguel D'Gonzalo, Elena Burke, Portillo de la Luz y José Antonio Méndez.

Este texto fue escrito por Marta Valdés en Almendares en diciembre de 2009 y publicado en Cuba Debate el día 12 de aquel mes.

Se publica en recuerdo de su reciente fallecimiento el 3 de octubre de 2024 y de la versión de Debí llorar de Piloto y Vera del ensamble de Martha Saenz que aquí se presenta.





 

Yo conocí a Piloto y Vera

Por: Marta Valdés*

Me ha parecido justo destinar un espacio, antes de que finalice este año de 2009, para hablar acerca de una pareja de prolíficos autores cubanos cuya labor de conjunto, orientada hacia la música popular, dejó -además- una huella respetable en la búsqueda de un teatro musical cubano. Breve pero fructífera, la obra de Piloto y Vera había comenzado en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado -exactamente en 1947, según han afirmado ellos mismos- y quedó trunca cuando uno de sus integrantes falleció, como consecuencia de un accidente aéreo, en 1967.

Dos muchachos habaneros que nacieron en 1929, con unos meses de diferencia, en el seno de familias que se profesaban buena amistad. Giraldo viajó desde muy niño con sus padres hacia Estados Unidos.  Cuando el matrimonio tomó la decisión de establecerse de nuevo en La Habana, ya el hijo era todo un jovencito de 15 años. Nada más natural que revitalizar los lazos con los mejores amigos que habían dejado por acá. Fue así que aquellos que, en cierta ocasión, habían ocupado la misma cuna mientras los padres disfrutaban de un buen rato de conversación, se vieron iniciando por cuenta propia una amistad como pocas, a raíz de haber matriculado en la Escuela de Artes y Oficios el régimen de estudios que los prepararía para que optaran por el título de Constructor Civil.

Un par de compañeros de estudio, de fiestas, de ilusiones, que tuvieron un buen día la idea de canalizar, el uno su vocación infinita por la música, el otro su ingenio y locuacidad, en favor de una ejemplar fusión aplicada a cuanta variante musical cubana pudiera alzarse en letra y música. Giraldo Piloto era delgado, sobrio en sus expresiones sin dejar de ser afable, organizado y diligente. Había cursado las asignaturas teóricas que le permitieron tomar clases de violín, pero tuvo que desviar sus estudios hacia una profesión que le hiciera posible, en breve tiempo, aportar alguna ayuda a la economía familiar. Alberto Vera era corpulento, expresivo y jaranero a la par que estudioso y cumplidor  como su amigo.  Dotados para el dibujo, al cabo del tiempo los veríamos convertirse en expertos cartógrafos. Ambos sentían especial inclinación hacia la buena música del momento. Sabían valorar lo mejor de la canción que nos llegaba desde ek exterior por medio de la radio y el disco. Se identificaban, por igual, con la guaracha vieja, el mambo y el bolero recién nacido en el cuarto de un solar, que luego se cantaba en la sala de una casa, en el banco de un parque y en el muro del malecón. Casi siempre juntos, frecuentaban los ambientes íntimos donde era posible conocer, de primera mano, un feeling que ya comenzaba a vestir pantalones largos.

Yo no soñaba conocer a aquellos Piloto y Vera que firmaban la preciosa canción Hay que recordar, siempre presente en un programa radial nocturno donde Pepe Reyes llevaba la voz cantante, acompañado por un grupo pequeño de músicos que nada tenían que envidiar a quienes respaldaban a los crooners americanos en mis canciones favoritas del momento, cuya música resultaba tan bella y cuyas letras, tomadas al vuelo a manera de un singular dictado y almacenadas en una libreta, me ayudaban a practicar el inglés para salir mejor en los exámenes. También las letras de las nuevas canciones cubanas resultaban interesantes, lógicas en su argumento, y su música me contentaba con igual intensidad. Me aficioné a ellas a tal extremo, que mi interés volaba por el dial del radio y se detenía en seco, con alegría, lo mismo al escuchar algo de un tal José Antonio Méndez que ante la bella voz de  hombre o mujer que entonaba alguno de mis favoritos como You are too beautiful o I’ll close my eyes. El cancionero popular cubano estaba asentándose, en primera línea, sobre modelos atractivos, firmes y hermosos; dialogaba, de igual a igual, con las expresiones más novedosas de otros cancioneros difundidos por las maquinarias poderosas del mercado; sólo que, al no tener que responder a sus coordenadas, podía aventurarse en ciertas audacias que, consideradas sin apasionamiento desde la óptica actual, les han permitido a algunos de sus más reconocidos exponentes, anotarse ese matiz de excelencia que se desprende del hecho mismo de haber saltado por encima de las modas a lo largo de tantas décadas. No me he desviado del tema Piloto y Vera: todo lo contrario.

Los jóvenes a quienes les tocó marcar con su huella renovadora la música popular en los diez años transcurridos entre la mitad de los cuarenta y la mitad de los cincuenta, no se limitaron a la canción y el bolero. Ellos habían visto llegar el mambo y, más tarde, acogieron como suyo el cha cha chá. El bolero, la canción, el son y la guaracha formaban parte del ambiente sonoro que les había recibido al nacer, en los barrios y repartos donde alcanzarían uso de razón. Más allá de esas expresiones presentes en la vida diaria, la entrada de la radio en los hogares más modestos puso al alcance de todos los oídos  algunos ingredientes nuevos a tener en cuenta. Fue el mambo la primera de esas vetas novedosas que colorearon la música cantada en aquella época: traía su ritmo propio, su riqueza melódica y armónica -como hijo que era de buenos padres- y un invariable toque humorístico que ya había caracterizado a la guaracha y el son. Uno de los más originales y atractivos mambos cantados que vimos aparecer, lo firmaban, precisamente, Piloto y Vera, y se llamaba Mambo Infierno.

A mediados de los cincuenta, cuando comienzan a hacerse notar el timbre vocal de Vicentico Valdés y su estilo fuerte y novedoso, un bolero que parece hecho a su medida aterriza como el sol cuando decimos que cae a plomo, se cuela insistentemente por la puerta de los bajos, por el balcón de los altos, desde la victrola de la esquina. El acompañamiento trae algo diferente, acaso  porque en su base armónica predomina la guitarra y no, como es usual, el piano. No he podido conocer con exactitud, quién firmaba el arreglo de Fidelidad, uno de los éxitos más sonados de Piloto y Vera.



Yo, que lo perseguía en la radio y ya me lo había aprendido, me sentí muy honrada el día que conocí a sus autores en el cabaret Sans Souci de La lisa, adonde nos habíamos dirigido por vías muy diferentes ellos y yo, para no perdernos un silencio ni un solo sonido en el show que presentaba a Sara Vaughan, acompañada por músicos de la talla de Jimmy Jones en el piano y Richard Davis en el bajo -por mencionar sólo a dos de sus acompañantes- La fecha exacta de ese acontecimiento tan importante en mi vida como músico -31 de enero de 1957-quedó impresa en el autógrafo que me concedió el bajista. Esa misma noche, en un aparte, algunos artistas me hicieron mostrar una de mis canciones al grupo de autores que habían coincidido allí. Quedamos en contacto para nuevos encuentros y regresé a mi casa con ganas de irle diciendo por el camino a todo el mundo: «yo  conocí a Piloto y Vera«.

Mucho me importa delinear, en estos párrafos, los rasgos que pude observar en aquella relación donde se hermanaban la familiaridad y el trabajo creador, sobre la base de una labor de conjunto. Sólo una conciencia del buen equilibrio que  resultaría al fundirse la musicalidad y el sentido constructivo de Giraldo Piloto con la aptitud de Alberto Vera para organizar el argumento en frases perfectamente ajustables al discurso melódico, hechas a mano para permitir al vocalista una articulación fluída, sería capaz de originar tan frondoso y versátil catálogo como lo fue el de estos autores.

Podemos calificar como inmenso el éxito del próximo bolero de Piloto y Vera -Añorado encuentro- que arribó a La Habana desde Nueva York, grabado por Vicentico Valdés  en un disco pequeño, propio para entrar en victrola e ir ofreciendo avances de lo que sería, al año siguiente, un histórico álbum de Larga Duración con arreglos para orquesta completa (cuerdas, maderas, metales y una base estelar donde se deja escuchar el piano del arreglista, René Hernández, uno de los protagonistas más venerables de la música popular cubana y el jazz latino en el siglo XX).

Las nuevas reglas del juego que se desprendieron para la vida cubana a partir  del año 1959, multiplicaron el dinamismo del binomio. No sólo se volcaron hacia el bolero, con numerosos exponentes antológicos como Tu verdad, Debí llorar o la inmensa Duele, cuya sola mención puede despertar resonancias en la memoria musical de cualquiera que la haya disfrutado en la interpretación de Elena Burke, acompañada a la guitarra por Froilán Amézaga: el universo autoral de estos inquietos creadores alcanzó entonces el más alto grado de esa versatilidad que los caracterizaría a lo largo del poco tiempo físico que les fue permitido continuar transitando en común. Tres buenos ejemplos pueden ser la Guajira con tumbao, el mozambique ¿Qué es esto que llega? y la balada Aquí o allá. A toda esta riqueza, debe añadirse un monumento instrumental que dejó grabado Frank Emilio con su quinteto y que responde también a la firma de Piloto y VeraScheherezada.



Un párrafo más -sólo uno-porque no es posible pasar por alto su aporte al teatro cubano. Siempre atentos a cualquier brecha que pudiera abrir horizontes para su labor y, entonces más que nunca, atizados por la voluntad de comportarse como agentes vivos a favor de una auténtica vida cultural totalmente ajena a los dictámenes del mercantilismo, se incorporan a los cursos del Seminario de Dramaturgia que, bajo la dirección de Osvaldo Dragún, sesionaban en el Teatro Nacional de Cuba y desde donde se proyectarían hacia el futuro los nuevos pilares del teatro cubano. Con la creación del Teatro Musical de La Habana, al quedar sentadas las bases para que subiera a escena el primer intento de comedia musical cubana: Las vacas gordas, de Abelardo Estorino, son ellos los compositores escogidos para encargarse de todo el cúmulo de piezas musicales que dieron vida a tan exitoso empeño.

Poco después, el binomio se convertiría, temporalmente, en una especie de «tríada» cuando se presentó  la posibilidad de acometer una segunda experiencia orientada hacia el mencionado género: la comedia musical Las Yaguas, cuyo libreto firmaba la hoy destacada escritora Mayté Vera, hermana de Alberto. El despliegue de imaginación, sentido teatral y dominio de todas las variantes imaginables de la música cubana, fue el rasgo definitorio de este capítulo tan sustancioso como poco mencionado en relación con el legado de ambos compositores.

Al fallecer en 1996, Alberto Vera dejaba una copiosa obra realizada en solitario. Dentro de pocos días daremos por concluído el año en que, tanto él como su hermano de sueños y empeños, Giraldo Piloto, hubieran arribado a sus ochenta. Agradezcamos a Josefina Barreto, viuda de Piloto y a Giraldo Piloto Barreto, compositor, baterista y director del Grupo Klímax así como a Mayté Vera, su colaboración aportando datos, materiales gráficos y recuerdos para sumarse a este esfuerzo por rendir tributo a la memoria del sin par binomio de cubanísimos autores.