Por: Rodolfo Naró

Recuerdo muy bien la última vez que lloré. Fue el 26 de diciembre del 2003, Edith, la novia que tenía en ese entonces me dejaba, lleno de pánico y herido en mitad de mi cama. Fue un llanto incontenible, ahogado, que duró tantas horas hasta lograr agotarme. No he vuelto a llorar así, con el tiempo y la edad he ido perdiendo la fácil capacidad del llanto. Cuánta falta me hace. Extraño perder el control y dejarme llevar por mis emociones, por ese impulso infantil.

¿Acaso cuando era niño lloré tanto que ahora ya no me queda histrionismo? Recuerdo que mis berrinches eran memorables, siendo el menor de cuatro hijos no quería perder de vista a mi madre. Lloraba toda la tarde, cuando por fin me callaba y la oía decir, que ya era tiempo de que parara, yo le contestaba que no, que solamente estaba descansando y volvía a empezar.

Lloraba por el juguete arrebatado, por peleas inútiles con mis hermanos, por caprichos. Lloraba porque no sabía de pudores ni vergüenzas, porque el llanto de un niño no despierta curiosidad ni morbo en la gente. Lloraba porque podía hacerlo en cualquier parte sin ocultarme y sin que nadie mirara con asombro. ¿Cuántas veces he visto llorar a un hombre por la calle? Nunca. ¿Cuántas veces he visto llorar a mis amigos, a mis hermanos, a mi padre? Nunca. ¿Será que los hombres vamos perdiendo ese desahogo con el paso de los años?

No lo sé, pero siempre me ha maravillado la facilidad que tienen las mujeres para llorar, para expresar con lágrimas su amor o su rabia. Su desdicha o abandono, como escudo de defensa o arma de ataque. Ahora tengo que valerme de la oscuridad de una sala de cine para poder llorar. Anónimamente contengo una espiral de llanto que voy soltando poco a poco y con la medida exacta de terminarlo antes de que enciendan las luces. Sólo pequeñas historias que se me cruzan día a día me vuelven a arrebatar la calma. Sin llegar a desbordar la lágrima.

Pero nunca el histérico llanto de mocos y lágrimas, o el sufriente y anegado de sollozos, o el pavoroso de quien grita con la fuerza de querer recuperar el aliento. El llanto de la felicidad que convida a la risa y el de aquel que ríe tanto que termina llorando. Nunca el llanto del orgasmo, ni el oscuro llanto sin lágrimas, como una tormenta sin lluvia alumbrada de relámpagos. Envidio a las mujeres que han estado a mi lado y que siguen con su capacidad intacta de llorar, de descargar el alma de recuerdos.

Así como en la infancia se aprende a amar, a comer a ciertas horas, se acostumbra al cuerpo a dormir o a hacer ejercicio, también deberíamos aprender a llorar. Decir: voy a mi taller de llanto, o te presento a mi profesora de lágrimas. Saber encausar las emociones y que nadie nos reprima cuando nos vean llorar. Si alguien ve a otro lamentándose a mares, que no lo detenga. Los demás creen que el mejor consuelo es decirle que ya no llore, que se calme, cuando lo ideal es lo contrario y debemos ayudarlo a que suelte. Quizá sería bueno tener nuestra rutina de llanto cada cierto tiempo, nuestro muro de los lamentos, y no esperar que la muerte o el abandono en mitad de una cama, nos llene de nostalgia el sentimiento. Sólo así empezaremos a recuperar lo que hemos podido.

 

 

Foto: Daquella manera, Algunos derechos reservados.

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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006. www.rodolfonaro.com