Por: Juan Pablo Vasconcelos

Oaxaca es hoy un lugar complejo, interesante y propicio para vivir. Lo es por las mismas razones por las cuales pudiera pensarse lo contrario: que es un lugar lóbrego, confuso y sin salida. Es propicio por sus problemas, sus contradicciones, su obsesión por permanecer en el atraso con tal de defender una dignidad ancestral, misma que nadie ha visto pero todo mundo asume e imagina.

Es decir, lo es porque en la dificultad hay oportunidad, porque de la confusión sobreviene la revelación, porque durante la enfermedad se piensa en los remedios. Y es un privilegio ser parte de todo ello.

Las mejores historias son las que se escriben desde la adversidad, cuando el reto es mayúsculo y los recursos poco aprovechados; allí, el personaje debe sobreponerse incluso a sí mismo para decidir realizar su viaje, su desafío, y alcanzar su destino.

En este caso, creo leer que nuestra historia se encuentra justo en el momento de esa determinación, donde todos los factores nos están orillando a tomar decisiones para cambiar, transformarnos, reconstruirnos. Como en las narraciones, todos los factores se confabulan para que los personajes se embarquen en la aventura.

Y creo que estamos en condiciones de hacerlo, pero debemos intentarlo a profundidad, no con el discurso vacuo, el asociacionismo pasajero o la mentira. De hecho, este es propiamente el riesgo inherente a toda historia: el engaño, cuya consecuencia desoladora es despojar para siempre de esperanza a los ciudadanos, los inmoviliza, los silencia.

El engaño somete la confianza, provoca la incredulidad y anula el consenso posible.

Sin embargo, creo también que estos riesgos están lo suficientemente identificados. En el fondo, sabemos quiénes son los que practican estos actos y sus razones. Pero nos hace falta dar un paso hacia adelante, un paso que cambie definitivamente los modales y las reglas del juego, una transformación cultural que derrumbe los paradigmas por los cuales nos hemos conducido y que han provocado el letargo autodestructivo que vivimos.

Dice García Canclini que “la cultura popular no puede ser entendida como ‘expresión’ de la personalidad de un pueblo, al modo del idealismo, porque tal personalidad no existe como entidad a priori, metafísica, sino que se forma en la interacción de las relaciones sociales”.

En este sentido, si bien sería ingenuo, grandilocuente y falto de contexto pretender construir algo llamado “cultura”, sí es posible conducir, crear condiciones y poner énfasis en un determinado perfil de situación, que propicie el cambio que perseguimos. Y de allí, (1) poner al centro de la discusión el tema cultural, (2) en la conciencia común, (3) en un núcleo axiológico compartido, y (4) en un proyecto simbólico claro que traduzca lo que somos pero sobre todo lo que pretendemos ser tanto social como individualmente.

Aquí también sabemos los riesgos y los enemigos: los determinismos y las teorías de la catástrofe. Los “así somos”. Evitemos ser presa de los determinismos: la vida nos demuestra cada día que todo cambia y que nada es permanente; ni tampoco del pesimismo, esa costumbre propia de los temerosos.

Sin esta perspectiva cultural, amplia e integral, todos los esfuerzos parecen incompletos porque lo son; palian sólo necesidades momentáneas, inmediatistas. Ayudan a cumplir indicadores y subir escalafones en los índices. Pero lo que no hacen, es crear ciudadanos más proclives a desarrollar libremente su personalidad, sus talentos y posibilidades. Personas con los horizontes abiertos, responsables de su libertad, solidarios, compasivos, felices.

Una perspectiva de reconstrucción cultural que haga válido el orgullo que, decimos, sentimos por lo nuestro.