eloriente.net/Al Margen

21 de abril de 2015

Por: Adrián Ortiz Romero (@ortizromeroc)

+ Candidatos sin propuesta, sin vocación, y dispuestos a “la maña”

Como si fuera un viejo ejemplo del lugar común del lobo envuelto en piel de oveja, la vida política del país continúa instalado cómodamente en un estado de demagogia apenas disfrazado de democracia. Llevamos casi un mes de campañas electorales, y resulta que a todos —partidos, candidatos y hasta un sector amplio de la sociedad— ya se nos olvidaron todos los agravios, la indignación y los problemas por los que casi todo el tiempo nos quejamos, para abrirle paso a esa supuesta “fiesta democrática” que no es sino un engaño generalizado. ¿Por qué insistimos en seguir engañándonos nosotros mismos?

En efecto, hace apenas seis meses el país atravesaba por un estado de indignación sin precedentes. En apenas ocho semanas pasamos de la cómoda situación de tener un gobierno que creía tener todo bajo control, a una situación crítica en la que se conjuntó la detención-desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, con las revelaciones sobre la procedencia de la casa blanca de la esposa del presidente Enrique Peña Nieto, y los amargos anuncios sobre la caída de los precios internacionales del petróleo, junto con el augurio de la nueva realidad económica del país, en donde —según la propia versión oficial— el tiempo de las “vacas gordas” había terminado.

Esta conjunción de hechos generó una ola de indignación y expresiones de hartazgo, que no habíamos visto en los últimos años en México. Ocurrieron marchas multitudinarias, manifestaciones pacíficas y violentas, expresiones de rechazo y agravio y, sobre todo, llamados por doquier a que la partidocracia tenía que procurar un cambio de fondo en el estado de cosas.

Concretamente, la sociedad mexicana dijo, con toda la razón, que México no aguantaría más y que por esa razón éste tenía que ser el momento de los cambios. Por eso, frente a las manifestaciones de inconformidad, a mediados de noviembre salió el presidente Peña Nieto, más titubeante que nunca, a anunciar cambios institucionales para combatir la corrupción, para generar certidumbre a la sociedad sobre las tareas y acciones del gobierno, y para recuperar la credibilidad que se había visto menguada por la impunidad y por las revelaciones de corrupción al interior de su gobierno.

El problema es que a seis meses de esos anuncios, toda la inconformidad aparenta estar decantada y diluida, y la ruta a seguir parece ser la de hacer como que nada pasó, primero para no satisfacer las exigencias que hasta hace poco se veía que estaban frescas en el ánimo nacional; y segundo, para no procurar una mejor democracia para nuestro país. De hecho, las promesas presidenciales hechas en noviembre quedaron en simples llamados a misa; los partidos políticos no tuvieron ninguna disposición a los cambios de fondo, y lo que hasta ahora han aprobado no resultan ser sino remedos de lo que la sociedad les exigió.

Y por si eso fuera poco, resulta que no sólo no aprehendieron los llamados de la ciudadanía a la congruencia y al cambio, sino que decidieron recetarle una dosis burlona de viejas prácticas. Quizá por eso hoy en las campañas pareciera que simplemente nada cambió, y que vieja demagogia disfrazada de democracia sigue tan viva como en sus mejores años.

NADA CAMBIA

Hay todo un menú de agravios, que hoy a nadie le importa, y por eso nada de eso se aborda en las campañas. “¿Para qué?”, pensarán, “si ese es un problema de otros”, rematarán, para esquivar el tema entre sus electores. Pues según partidos y candidatos, lo que hoy quiere la gente es fiesta, mentiras, promocionales y algún regalo para llevarlo a votar. “La gente tiene hambre”, pensarán. Y para eso irán a ofrecerles una despensa, un lunch, una tarjeta telefónica o algún programa social, para llevarla a la casilla el día de los comicios, y asegurarse que voten por ellos.

Eso resuelve el día, pero no los problemas. Para los políticos en campaña eso es lo que vale. Por eso se empecinan en seguir honrando las viejas prácticas electorales sin entrar de fondo a los temas que le preocupan al país, y sin hacer una sola propuesta sobre lo que se pudiera hacer para dar los siguientes pasos en las aspiraciones democráticas.

Sólo que esos anhelos están más cargados de entredichos que cualquier otra situación que pudiera pensarse. Hoy la misma gente no quiere recordar los cuestionamientos. Y también prefiere subirse al carro de las campañas. Y ver si les toca una gorra, un llavero, una foto con el candidato, o cuando menos una promesa irrealizable que le permita irse contento a su casa, a seguir viviendo en la misma adversidad de siempre.

Para eso están hechas las campañas. A cada candidato, y a cada partido, el propio sistema le otorgó sus tiempos en radio y televisión, para que a través de ella difundan la imagen que quieren ofrecer al electorado. Las campañas a ras de tierra sirven para que el contacto directo con el ciudadano se dizque afiance. Pero nada los obliga a actuar con seriedad, a proponer lo que se necesita, a ser no sólo promotores de una imagen, sino concientizadores sobre la realidad nacional y sus necesidades. No. Más bien, el objetivo es exactamente el opuesto: mientras el elector cuestione menos, y “le entre más” a la campaña, los candidatos están más contentos.

Es terrible, pero en ese escenario nada más podemos esperar. Queda claro que no hay voluntad de cambio. No hay voluntad por ser congruentes con el país. No hay disposición para hacer algo distinto. Por eso la indignación se quedó en el pasado y hoy lo único que importa es la fiesta supuestamente democrática. Lo que sigue, en las semanas por venir, es comprar los votos, afinar las estructuras electorales, sacar de sus madrigueras a los ingenieros electorales, y aprestarse a ver cómo una vez más la elección se gana o se pierde según haya sido el dinero invertido, y por cómo se haya hecho conciencia entre el electorado. Es, pues, la demagogia que cada vez ocupa un disfraz peor, pero sigue cumpliendo con su cometido de hacer creer —porque así queremos nosotros— que es una “democracia de avanzada”.

POCO CREATIVOS

¿A quién se le habrá ocurrido honrar a la Fuerza Aérea Mexicana cambiándole el nombre a una calle? Habría sido más honroso abrir una nueva vialidad, o pavimentarla, o reacondicionarla, o hacerla útil a la ciudadanía, y a partir de eso hacer un homenaje. Lo hecho, más bien parece caravana con sombrero ajeno, con una calle que ya era bonita de por sí, y a la que no necesitaron hacer más que cambiarle el nombre…

Jorge Mejía Peralta

Imagen: CC Jorge Mejía Peralta

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