eloriente.net

21 de noviembre de 2016

Por Juan Pablo Vasconcelos

@JPVmx

 

“Música, diálogos, libros, paseos. La Ciudad de Oaxaca es escenario de múltiples expresiones artísticas y culturales cotidianamente. Expresiones que se mezclan con reclamos, bloqueos y consignas sociales y políticas.

Ciudad de contrastes como sus habitantes”.

 

Por momentos, ella nos parecía la mujer más compasiva. Miraba con sus ojos redondos la frente de los desamparados y les depositaba en el alma una leve caricia y hasta una bendición. Se internaba en conversaciones con los mayores, sabiendo que todos llegamos tarde o temprano al momento de necesitar más las palabras que el dinero, más el afecto y la compañía que las dádivas.

Su compasión no tenía límites. En la ciudad, supimos de la ocasión en que se dejó contagiar de algo parecido a la varicela para que un grupo de niños enfermos sintieran su solidaridad y abandonaran la zozobra y el miedo que les producían la fiebre incontenible y las marcas púrpura en el piel.

Era también una madre ejemplar. Cuando sus hijos le cuestionaban sobre la utilidad de los valores y le decían que era preferible comer bien todos los días aunque hubiera que pisar a los demás para conseguirlo, ella les respondía que alguna vez ellos serían los de abajo y entonces entenderían que comer bien no es gran cosa si no se hace con el corazón saludable.

Sin embargo, también podía ser feroz y decidida.

Eran motivo de conversación popular sus riñas callejeras y sus insultos hacia hombres y mujeres al bajar de los camiones, en los parabuses, en los mercados. Todas las veces, transeúntes debían separarla de sus adversarios y calmarla pacientemente; hablarle de tal modo que el viento de las palabras no la encendiera de nuevo como yerba seca.

Ni qué decir de las sonadas encerronas con su marido, cuando se escuchaban puertas azotadas, maldiciones, jarrones cayéndose. Nunca pasó a mayores, pero estuvieron cerca muchas veces de ser trasladados ante la autoridad por escandalizar el barrio. De hecho, el marido era admirado en numerosas colonias a la redonda, por nunca haberse determinado a probar el recurso de los cobardes: la fuerza física para imponer una postura.

Era posible incluso que esos pasajeros encontronazos sirvieran más como desahogo y confesión que como un verdadero debate de reproches y posiciones irreconciliables. A veces se pelea nada más por pelear, como refiere cierto corrido, nada más por ganas de sacar lo que traes dentro.

Y luego venía la tristeza. Ella deambulada entre los árboles del parque, musitándose alguna explicación o reproche con la cabeza agachada y los hombros arqueados hacia el frente. Parecía una niña para entonces. Cuyos sueños imposibles siempre sucedían en un ambiente así, pleno de hojas cayendo y troncos hostiles.

¿Quién era ella? ¿Cuál de todas era ella? Quizá estaba enferma y cambiaba de estado de ánimo por razones patológicas. Quizá era la triste, la compasiva, o solo reaccionaba con alegría para ocultar su naturaleza, su verdad.

Era inmadura, le juzgaban otros. Las mujeres maduras llegan a practicar la templanza, la mesura, la sabiduría.

“Necesita ir a yoga”, exclamaban otros burlándose y cambiando de tema hacia las ciencias orientales y luego hacia la vestimenta de los monjes budistas y después hacia la oportunidad de asistir a las escuelas de filosofía solo para conocer a señoritas carentes de afecto en sus hogares y entonces se olvidaban de ella como se olvidan de lo trascendental quienes piensan que la vida es un asunto resuelto en el juego de fútbol los lunes por la noche.

Muy poquitos comprendían que ella era todas ellas.

La sola idea de anular a la menos agradable o condescendiente, se convertía en un atentado a extensas zonas de sí misma. Por eso, quienes se empeñaron en controlarla se toparon siempre con una muralla de fuego, con una reacción violenta. No se daban cuenta que por su afán de cambiarle el talante solo acicateaban la hoguera.

Pensaban que el fuego era la luz pero no la oxidación.

No comprendían que una persona es quien es y así es ideal. Uno no puede ir en contra de la naturaleza de las cosas, solo puede potenciar ciertos aspectos venturosos y lograr un equilibrio armónico y, casi siempre, pasajero. Sin embargo, en ese potenciar y en ese armonizar está el arte de vivir.

El arte de vivir con otras personas, quiero decir.

Que no es solo un hecho natural —que lo es— sino también social.

Y en ese caso, cualquier transformación, cambio, metamorfosis, resiliencia, o como quiera llamarse al hecho de adaptarse a las circunstancias, de acometer la dificultad de convivir con los demás o superar las diferencias, siempre es un asunto que requiere conciencia, voluntad y cultura.

Porque nadie cambia o se transforma por imposición o decreto, mucho menos si el cambio solo proviene de una perspectiva racional y argumentativa.

¿Quién alguna vez ha tomado una determinación de retirarse de un vicio solo porque vio una estadística de fallecimientos? ¿Quién se convence leyendo el código penal?

Conciencia, voluntad y cultura son claves para transformar cualquier cosa, incluyendo la orientación de las emociones que nos invaden y a veces nos gobiernan.

En ese sentido, escucho insistentemente en las últimas semanas que la ciudad es un caos, que es un hervidero, que se nos salió de las manos la ilusión. Es más, hechos como los atentados al patrimonio histórico y universitario, merecen la condena unánime y la más sentida indignación.

Pero a la par, se pasearon por aquí 100 artistas chilenos, músicos de varias nacionalidades, se presentaron libros y hubo conciertos relámpago y expresivos lienzos sobre paredes y corazones.

¿Qué parte es la ciudad? ¿Cuál de las dos es Oaxaca? ¿Es la que celebra o la que daña? ¿La ciudad de las reivindicaciones o la compasiva, la triste, la ciudad alegre que despierta la creatividad de sus niñas y sus niños?

En cualquier caso, Oaxaca es las dos y muchas más. Porque de alguna manera la ciudad es sus habitantes.

Hay tanta ciudad como personas.

Por eso, la ciudad no vive en el caos, lo vivimos nosotros. La ciudad no es ingobernable, lo somos nosotros. La ciudad no está en llamas, lo estamos nosotros.

Así, la única manera de transformar la ciudad es transformarnos nosotros.

Somos enteros responsables.

No el gobierno, no las instituciones, ninguno de esos entes que también son construcción y ficción orgánica. Porque evidentemente también dependen de personas.

Somos nosotros los responsables. Con nuestras complejidades y cambios de humor, con las múltiples facetas y personalidades que podemos experimentar en un solo día.

La ciudad funciona conforme a las emociones de sus habitantes. Y solo la conciencia, la voluntad y la cultura pueden ayudarnos a ser más hondos y extensos los momentos de libertad, felicidad y concordia que vivimos.

OAXACAOAXACA

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