eloriente.net

16 de enero de 2017

Por Carlos J. Villaseñor Anaya

Séptima Cumbre Mundial Valletta Malta. 19-21 octubre 2016

En América Latina son al menos cinco países los que están en un proceso de transformación de la legislación que rige las políticas culturales y las instituciones gubernamentales responsables de su aplicación: México, Panamá, Ecuador, Chile y Uruguay.

En lo general, las transformaciones que se están llevando a cabo en esos países, tienen que ver con elevar la jerarquía administrativa de la institución encargada de la política cultural y la elaboración de una ley de desarrollo cultural que logre un adecuado balance entre el pleno ejercicio de los derechos culturales y la cultura como recurso para el desarrollo económico.

A lo anterior, hay que sumar los casos de Costa Rica, que está revisando su política nacional de derechos culturales; de Brasil, que apenas se está recuperando del reciente intento del nuevo gobierno por desaparecer el Ministerio de Cultura; o el muy interesante caso de Cuba, quien deberá encontrar la fórmula más conveniente para abrirse a una más amplia, diversa y horizontal circulación de contenidos culturales y artísticos, sin que por ello sea avasallada por el poder económico, político y social de los nuevos actores de la llamada economía creativa.

Lo anterior no quiere decir que en el resto de América Latina no estén sucediendo cosas, sino solamente que es en esos países en donde en este momento se hace más evidente el cruce de caminos que estamos enfrentando en esta segunda década del siglo XXI.

En América Latina el debate sobre políticas culturales se sintetiza en más o menos en las siguientes preguntas:

¿Es la política cultural una ventanilla a través de la cual los gobiernos atienden a los artistas y ofrecen entretenimiento refinado a la población o es una estrategia para el desarrollo sostenible de todas las personas?

¿Deben los ministerios de cultura estar a cargo del desarrollo económico del sector cultural o es su responsabilidad darle una perspectiva cultural a los desarrollos económico, ambiental y social?

¿Es el liderazgo cultural en el siglo XXI una cuestión de perfeccionamiento gerencial o es una vocación que demanda nuevas capacidades y habilidades para la producción de sentido?

¿Cómo hemos llegado aquí? No tenemos el tiempo necesario para describir que ha sucedido en cada uno de los países de América Latina, para llegar a éste cruce de caminos. Sin embargo, sí podemos identificar algunas tendencias comunes, que nos permiten entender un poco mejor por qué hemos llegado a este momento de crisis; y, sobre todo, nos facilitan visualizar algunas ideas sobre cuál es el nuevo sentido de la política cultural que la sociedad requiere.

Prácticamente desde finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX, las políticas culturales de América Latina se caracterizaron por propiciar la integración de la diversidad cultural de la región en una sola cultura nacional, verticalmente validada, en una relación de centro a periferia.

En ese orden de ideas, las nociones de patrimonio cultural y de expresiones artísticas que estuvieron vigentes, también fueron reflejo de esa racionalidad integradora de la diversidad cultural a un modelo de desarrollo único, uniforme y lineal.

Por ejemplo, en América Latina gran parte de las legislaciones sobre patrimonio cultural privilegian una visión monumentalista, cuya caracterización es definida verticalmente por los especialistas, con base en criterios científicos, estéticos o históricos propios del modelo occidental de producción de conocimiento.

En lo que se refiere a la selección de las expresiones artísticas que eran validadas y –sobre todo- financiadas por los gobiernos, se siguieron criterios similares. Las expresiones artísticas de la diversidad solamente podían aspirar a presentarse como folklore o, en el mejor de los casos, como arte popular.

Un caso relativamente excepcional lo fue el muralismo, que estuvo presente en gran parte del continente; pues retomaba elementos simbólicos provenientes de esa diversidad cultural, para resignificarlos como elementos de la cultura nacional.

Si bien es indiscutible que ese modelo integrador de la diversidad cultural presente en el territorio Latinoamericano produjo importantes rendimientos de satisfacción para la gran mayoría de la población, también es cierto que dejaba de lado el desarrollo a otras formas de producción de conocimiento, otras maneras de estar en el mundo que –no obstante- siguieron siendo parte de los flujos simbólicos regionales. Baste decir que aún hoy en día existen aproximadamente 522 pueblos originarios en América Latina, que nombran al mundo en alrededor de 420 diferentes lenguas. A todo ello se suman las múltiples migraciones de Europa, Asia y África, que han enriquecido la diversidad creativa de la región.

Ese modelo de política cultural integradora del que hemos hablado, comenzó a resquebrajarse a finales de la década de los 1960, cuando diversas minorías comenzaron a reclamar su derecho de participar del desarrollo; y entro en franco declive después de la caída del Muro de Berlín, cuando la súbita irrupción de la diversidad que estaba escondida detrás del mundo bipolar mostró que había otras nociones de desarrollo, otras maneras de estar en el mundo, que también producían rendimientos de felicidad.

Adicionalmente, la popularización del uso de las nuevas tecnologías, a finales del siglo XX, facilitó la interacción horizontal, global e instantánea de la diversidad, construyendo formas de validación sobre qué es lo cultural, lo artístico y lo patrimonial que dependen mucho más de los acuerdos horizontales entre personas que de las instituciones.

Hoy lo simbólico se apropia en la medida en que efectivamente produce rendimientos de satisfacción y entre más rápido, mejor. Me parece que los gobiernos la tienen complicada si pretenden competir con esa singularidad de la demanda de satisfactores culturales y los tiempos en que debe producirse.

La paradoja es que no obstante esas evidentes transformaciones sociales, la legislación vigente y las inercias en la conformación de los presupuestos gubernamentales obligan a las instituciones a seguir privilegiando los contenidos simbólicos del modelo integrador y a continuar destinando recursos para su preservación; y, lo que es quizá más grave, a seguir excluyendo a los portadores de otros patrimonios y a los artistas que no se corresponden con las categorías que están validadas en ley.

Es así que nos encontramos en una situación donde las artes y el patrimonio cultural que son promovidos a través de las políticas culturales gubernamentales, encuentran cada vez mayores dificultades para representar las identidades de la diversidad. En consecuencia, también se ha venido perdiendo la capacidad de las políticas culturales para generar cohesión y producir sentido social.

¿Eso significa que habría que borrar de un plumazo todo lo alcanzado y comenzar desde cero? Desde luego que no. Me parece que la salida a ésta situación tiene que ver con abrir nuevas vertientes para ampliar la capacidad significante de los bienes patrimoniales y las expresiones artísticas amparados por esas leyes, articulándolos con el patrimonio inmaterial al cual son inherentes e identificándolos como una expresión de la diversidad que es fuente de creatividad.

Mucho más allá de un simple discurso reivindicatorio, el cruce de caminos nos obliga a explorar como es que ahora podemos reflejar en las leyes y en políticas culturales –en las nociones de cultura, arte y patrimonio– la diversidad cultural que está presente en el territorio.

El primer gran reto que tenemos es lograr el reconocimiento legal y administrativo de la igual dignidad de las culturas (de sus artes y de sus patrimonios), facilitar la convivencia pacífica de la diversidad cultural y abrir espacios para el diálogo intercultural. El objetivo final de una política cultural de esas características es procurar el incremento de las capacidades y habilidades de las personas, garantizar el más pleno ejercicio de sus derechos culturales y generarles mejores condiciones para poder insertarse más equitativamente en las sociedades del conocimiento.

Una segunda tendencia común en América Latina, es que esa disminución en la capacidad significante de las artes y el patrimonio oficiales, se ha visto acompañada de una reducción en los presupuestos gubernamentales que se destinan a la ejecución de las políticas públicas.

Esto no necesariamente se debe a la falta de recursos presupuestales, sino sobre todo a que el fomento y desarrollo cultural ha dejado de ser una estrategia de gobierno políticamente redituable para quienes tienen la última decisión en la aprobación de los presupuestos. Mientras que las llamadas expresiones culturales populares siguen atrayendo multitudes -con o sin el apoyo gubernamental- el patrimonio y las artes fomentados desde los gobiernos apelan a minorías cada vez más reducidas, atomizadas y excluyentes entre sí; que, por si faltara algo, fácilmente entran en conflicto con las instituciones gubernamentales. Paradójicamente, dentro del sector cultura, cada día son más los que demandan recursos que atienden a menos, en áreas muy especializadas del patrimonio cultural y de la expresión artística.

Dos reacciones que se han dado para intentar compensar la falta de recursos destinados al sector cultura. Por una parte, la instrumentalización de la cultura y las artes como medio para la regeneración del tejido social y el mejoramiento de la seguridad pública; y, por la otra, la reorientación del enfoque de las políticas públicas hacia aquellas expresiones culturales que puedan servir de materia prima para la producción de bienes y servicios económicamente redituables.

En cuanto al uso de los bienes patrimoniales y las expresiones artísticas como instrumento para la prevención del delito y la regeneración del tejido social, existen muy valiosas experiencias de intervenciones culturales que han logrado ampliar rápidamente los referentes simbólicos a través de los cuales la personas se representan, incrementar sus capacidades y habilidades para alcanzar aquello que tengan razones para valorar; y, promover la construcción de entornos ambientales y sociales más propicios para la convivencia.

Esa vertiente ha permitido al sector cultura recibir recursos provenientes de las áreas de seguridad pública y de desarrollo social, para la implementación conjunta de acciones de prevención del delito, la recuperación de espacios públicos o de restitución del tejido social, con notables beneficios en cuanto a la seguridad pública y el mejoramiento de la calidad de la convivencia. Indudablemente que también han sido útiles para darle a las personas mayores y mejores posibilidades de expresión.

Especialmente en América Latina, en donde el costo de la violencia puede alcanzar el 12% del producto interno de algunos países, el riesgo que enfrentamos con esta vertiente es que la cultura sea reducida a un medio instrumental para el cumplimiento de objetivos concretos en las áreas de prevención del delito, seguridad pública o desarrollo social, en detrimento de los objetivos propios de la política cultural.

Mucho más complejo y profundo ha sido el impacto del nuevo paradigma de la llamada economía creativa en el ámbito cultural de América Latina.

Resulta muy pertinente aclarar que no es ninguna novedad que el sector cultura genere actividad económica. La gente, al igual que en todas partes del mundo, paga por conciertos, funciones teatrales, películas o exhibiciones. La economía de la cultura ha estado allí desde siempre. ¿Entonces cuál es la diferencia ahora?

El arribo de internet y el desarrollo de nuevas las tecnologías han propiciado importantes cambios en los productos que se fabrican, las formas en que se producen, los medios a través de los que se distribuyen los bienes y servicios; y, por otra parte, han modificado radicalmente los lugares en por donde circulan y en donde se acumulan las masas de capital resultantes.

En muy pocos años[1] nos ha tocado ver el impresionante despegue no sólo de internet, sino de literalmente millares de ensayos de nuevas modalidades de empresas en el entorno de las nuevas tecnologías. Algunas de las cuales, han tenido resultados espectaculares, en muy breve tiempo.

Quizá el cambio más importante que estamos viviendo este localizado en la urgente necesidad que tienen esas nuevas formas empresariales de disponer continuamente de nuevos contenidos simbólicos, en monto y variedad suficientes, de tal manera que puedan conservar a sus actuales clientes y capturar nuevos.

Esta urgente necesidad de nuevos contenidos simbólicos ha tenido efectos inmediatos sobre el sector cultural, debido a la posibilidad que tienen gran parte de los bienes culturales y artísticos de ser económicamente valorizados e introducidos en el circuito del mercado, esencialmente a través de su aprovechamiento como insumos de las industrias culturales y creativas.

En ese orden de ideas, el énfasis en las industrias creativas como una nueva vertiente para el desarrollo económico, ha tenido una mayor acogida en aquellos países en los que se reúnen tres condiciones sobresalientes: una alta densidad cultural producto de la diversidad social y ambiental en sus territorios; la persistencia de altos niveles de pobreza y desigualdad; y una tercera, que son las debilidades estructurales de sus sistemas de gobernanza cultural, lo que hace muy vulnerables las capacidades de control, aprovechamiento y defensa de los contenidos simbólicos.

[1] Es apenas en la década de 1990 que se inició el auge que actualmente le conocemos al Internet. Este crecimiento masivo trajo consigo el surgimiento de un nuevo perfil de usuarios, en su mayoría de personas comunes no ligadas a los sectores académicos, científicos y gubernamentales.

Analizadas con cuidado y sin prejuicios, es claro que esas condiciones de vulnerabilidad hacen que exista una amplia disponibilidad de capital simbólico y que sus costos de apropiación sean menores respecto de aquellos en donde existen mejores niveles de gobernanza.

La explicación simplista es que los grandes corporativos tienen a su disposición muy sólidas estructuras para apropiarse de los derechos de propiedad intelectual e industrial, pero la causa real sigue siendo una debilidad estructural de la gobernanza dentro del país.

A un nivel mucho más profundo, la causa primera de esa vulnerabilidad es la falta de un acuerdo social fundamental respecto del manejo de sus bienes simbólicos y su racionalidad respecto del fin último de la sociedad; y sería precisamente desde allí, desde donde habría que también atender el problema.

Es fundamental comprender los alcances de la debilidad estructural de la gobernanza cultural, especialmente en todo lo relativo a los derechos de propiedad intelectual e industrial, pues de la adecuada resolución de esa falencia –desde una perspectiva de Estado– depende mucho el nivel de soberanía que ejerza la sociedad sobre los contenidos simbólicos que estructuran sus identidades dentro del país.

La falta de una reflexión profunda sobre los alcances del nuevo paradigma de la economía creativa y el hecho de que importantes flujos económicos mundiales se estén dando a propósito de los bienes simbólicos, ha permitido direccionar fácilmente la discusión sobre las políticas relativas a las industrias culturales y creativas, hacia las áreas gubernamentales responsables del fomento y promoción del desarrollo cultural.

Si a lo anterior le sumamos la crónica insuficiencia de recursos presupuestales, materiales y humanos que ha padecido ese sector, y el fulgurante discurso sobre el impacto que tienen las industrias creativas en el producto interno bruto; no es de extrañar que esa nueva atribución haya sido –no sin cierta ingenuidad– alegremente asumida como una más de las responsabilidades institucionales del sector cultura, con poca conectividad con otras áreas de gobierno.

¿Quiero con esto decir que el sector cultural debiera estar fuera de la discusión y dejar la responsabilidad del manejo de la economía creativa a las áreas especializadas en el manejo de la economía y del mercado?

La respuesta es un claro no, y lo es por dos razones: en primer lugar, el diagnóstico, diseño, instrumentación y evaluación de las políticas relativas al desarrollo cultural, han sido y siguen siendo responsabilidad del sector cultura; pero, sobre todo, porque el sector cultural tiene que estar en las discusiones relativas a la economía y desarrollo sostenible para garantizar nada menos que la soberanía sobre los bienes simbólicos que hacen que la sociedad sea lo que es y no otra cosa. Para que la sociedad conserve el control de las decisiones que tengan que ver con su manera de estar en el mundo.

En fin, dejemos hasta aquí éste primer análisis de las causas que nos han traído a éste cruce de caminos, con objeto de que posteriormente tengamos oportunidad de discutir éstos temas con mis compañeros de mesa y escuchar las preguntas del público.

¡Muchas gracias!

CARLOS VILLASEÑOR

 

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