“La discusión política se envanece cuando solo se trata de nombres.

Nombres que aspiran a cargos, codeándose, devorándose unos a los otros.

Interminables listas de nombres asumiendo, por lo general, un significado que no tienen.

Porque los nombres solo perduran por sus causas encarnadas.”

(www.eloriente.net, México, a 15 de enero de 2018, por: Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).- “Estoy harto de los poetas y las quinceañeras. Siempre están ensayando su vals de presentación en sociedad”, escribió Jaime Sabines. Quienes lo conocieron, aseguran que fue un hombre poco inclinado a los modos de la farándula literaria. Rehuía del elogio fácil y la sonrisa comprometida. Terminó siendo, sin embargo, el poeta más cercano e identificable para el interior de millones de personas, quizá por sintetizar con maestría la sospechada profundidad de la vida y la evidente cotidianidad que transitamos.

“No creo en los poetas de vocación, creo en los poetas del destino”, dijo.

Esas breves palabras, intuimos, nos dicen menos de la voluntad y más de la naturaleza, de una especie de influjo inevitable cuyas ramificaciones no pueden decidirse por la razón, ni provocarse por intermediación humana. Una especie de designio anterior a nuestro tiempo, a cuya realización solo asistimos como operarios, instrumentos, último eslabón de una larga cadena que luego se rearma a través de las personas que leen o escuchan —en este caso— el mensaje del poeta en turno.

Es posible, en este hilo, que haya tomado demasiada importancia la palabra “destino”. Un término, por otro lado, hecho menos, despreciado por los escépticos, los ateos, los racionales e incluso por los autosuficientes, quienes aún consideran —a pesar de las pruebas en contrario— que “todo” el control de los acontecimientos depende de uno mismo. Así, sustantivos como éste, pertenecen a un grupo de palabras llevadas al cadalso cada vez con mayor frecuencia: “azar”, “misterio”, “magia”, “ilusión”, “genio”, son algunas otras castigadas ahora con despecho y hasta con cierta altanería y desconfianza.

“Genio”, por ejemplo, ha ido perdiendo su brillo en nuestras sociedades para ser rebasada por otro término: “disciplina”, más coherente con la tendencia dominante.

En el fondo, aquel grupo de asuntos inasibles nos provoca un temor irremediable. Como no podemos explicarlos en su totalidad con el lenguaje de la ciencia, nos negamos a brindarles credibilidad e incluso existencia alguna.



Lo no tocado por la razón y la materialidad carece de prestigio.

Esto ha provocado el montaje de una especie de escenario superficial, basado en las verdades comprobables, que siempre son por lo tanto verdades a medias.

Escenario propicio además para todas las ramas humanas.

En deportes, por ejemplo, llegado el momento de disputar el partido definitivo y se enfrentan la experimentada favorita contra una jovencita de 15 años, las estadísticas reinan. Se hacen comparativas de enfrentamientos directos, porcentaje de primeros servicios acertados, dobles faltas, minutos en juego durante los últimos 90 días. Todo hace suponer que la número uno terminará el partido con relativa facilidad y podremos irnos a cenar temprano.

Sin embargo, sucede “lo impensable”. De pronto, la rival “se inspira”, saca fuerzas de “algún lugar” y logra alcanzar una proeza.

Las explicaciones de los cronistas son casi siempre las mismas, según el estilo: el número de partidos disputados por la favorita, el cansancio, la falta de ritmo, las lesiones. Pero hay otros cuyo rumbo es opuesto. Le llaman “hambre de ganar” y hasta “ojo de tigre”.

“La presión aumenta a medida que creces”, dijo Martina Navratilova en julio de 1991, cuando este episodio tenístico se hizo realidad y Jenifer Capriati, de 15 años, la venció en los cuartos de final de Wimbledon.

El punto es que la vida a menudo nos sorprende sin explicaciones previas y no importa demasiado si las cosas sucedieron de un modo determinado durante un largo lapso, ni tampoco si se llamaba Martina el rival a vencer esa mañana. Lo importante fue, es y será siempre la intención, la profundidad emotiva, las razones verdaderas por las cuales se acometen los enfrentamientos. De ello y de la preparación consciente, dependen los resultados.

 

También sucede en política.

A menudo, los medios y discursos de esa realidad aparte en que se ha convertido la política, sufre un embotellamiento de sobreentendidos que solo sobreentienden los entendidos.

Se publican nombres de personas, como muestra, que nada significan para la inmensa mayoría de la gente. Pero columnistas, amigos, comentaristas ocasionales, barajan esos nombres, calificándolos de probables candidatos, merecedores de la gloria o el infierno, seguros aspirantes. Nombres sobre nombres, que de pronto parecen decir algo pero que, en el fondo, no dicen nada.

Porque los nombres solo perduran por sus causas encarnadas.

Si Juárez significa algo es por su apetito de construir(nos) finalmente un país; si Madero, es porque desde su prisión en San Luis Potosí halló la oportunidad de preparar las notas de un plan aún central para la democracia mexicana; si Juan Rulfo, porque le devolvió el habla a inmensas zonas de nuestra identidad.

Es decir, mientras una persona cuya determinación es intervenir en el espacio público no haya identificado, respirado, asimilado, asumido auténticamente unas razones superiores incluso a sí mismo, que podemos llamar “causas” para efectos de entendernos, puede estar seguro que carece de valor alguno para la población y su realidad.

Sin causas, no sirve.

Por ello, resulta inútil y vacío insistir en ganarse las preferencias del electorado, para poner un ejemplo, leyendo el currículum vitae, un listado de cargos ocupados, el número de idiomas que se dominan. A nadie le dice nada a profundidad si fueron tres o cuatro años los que un hombre dedicó a la administración de oficinas o a coordinar un partido. Eso es un requisito y ni siquiera debiera estar sobre la mesa, a no ser porque en su desempeño se lograron traslucir las causas que lo han motivado.

Parafraseando a Jaime Sabines, las causas superan al hombre o a la mujer de marras. Son tan fuertes, son un puerto tan deseado, que de alcanzarlo depende incluso la supervivencia de quien lo pretende y de su pueblo. No se emprenden por vocación sino por destino.

En ese sentido, los nombres se difuminan. Los motivos perduran. Por eso, una persona es tan grande como sus causas.

Llegan a darse casos tan notables que nombres y causas se funden y ya no puede haber explicación de unos sin las otras.

¿Miras algún caso así en el horizonte?