eloriente.net

16 de abril de 2018

Por Juan Pablo Vasconcelos

 

“Adán Paredes abre “Anhelos Extraviados” en el Museo de los Pintores de Oaxaca.

Un recorrido metafórico por la migración y su fatalidad”

 

Recuerdo muy bien la sensación de cuando uno se va.

Al iniciar esa ausencia, toda la melancolía reunida se agolpa en las tardes solitarias. El silencio de las nuevas habitaciones, las calles desconocidas, las conversaciones imposibles con personas extrañas, incluso el sabor distinto del pan, no hacen más que recordarnos el lugar dejado atrás, a la distancia.

Pero después la nueva ciudad va ganando espacio en el corazón y en la mente. Dejamos de confundir el domicilio actual con el anterior; ya medimos mejor el número de escalones para subir al apartamento, e inclusive en ciertos casos, comenzamos a notar ventajas de este sitio sobre el pasado, cuestión aparentemente imposible durante la primera etapa de melancolía.

El problema viene después: cuando el nuevo hogar se convierte ya en nuestro hogar. Una especie de sustitución compleja, una sobre posición de un lugar sobre el otro, cuya operación provoca, al menos durante un buen lapso de tiempo, que uno no se sienta “ni de aquí ni de allá”.

Por ejemplo, al volver unos días al lugar original, esa ciudad de nacimiento o de la infancia de donde nos reconocíamos enteros, ahora la encontramos con matices diferentes. Los amigos incondicionales, que siempre tenían tiempo para reunirse con nosotros, ahora han cambiado sus rutinas y prioridades y nos dicen que pueden pero solo unos minutos o ya de plano pasan por alto la convocatoria y no contestan las llamadas.

Lo mismo ciertos negocios indudables se han mudado. Los restaurantes ya no sirven el queso en salsa de chapulín que creíamos eterno. Y para colmo, se han muerto personas que estimamos a profundidad y no sabemos qué nos duele más: si su muerte o no habernos enterado sino muy tarde de su deceso.

Es decir: al irnos uno deja de ser parte de la comunidad.

A veces no por completo. A veces más o menos. Pero así es en absoluto y éste es el efecto más contundente y estremecedor de la ausencia.

Pero claro, para entonces, nos queda el consuelo de regresar a la nueva ciudad y continuar con nuestra vida. Sin embargo, al llegar, nos damos cuenta que los años pasarán, las experiencias se acumularán y que las amistades podrían consolidarse, pero jamás seremos de allí por completo, jamás la ciudad será enteramente nuestra.

Entonces, la pregunta que retumba en el oído, aunque también en el pecho, y luego en el estómago como una nota grave de contrabajo es: entonces, ¿de dónde soy?

¿Cuándo volveré a sentir la certeza de ser de alguna parte?

 

Anhelos Extraviados

Las líneas anteriores son producto de una migración voluntaria, por motivos de estudios y en nada dolorosa o dramática. Una “migración controlada”, diríamos.

Nada que ver con la migración punzante, desértica, a veces mortal, que millones de oaxaqueños y mexicanos han debido pasar, principalmente hacia los Estados Unidos.

El viernes pasado, el maestro Adán Paredes me decía —mientras conversábamos en la sala principal del Museo de los Pintores Oaxaqueños y su entrañable equipo concluía el montaje de algunas de las piezas de su exposición, para hoy ya abierta al público— que la migración es una especie de constante en una inmensa mayoría de los seres humanos.

A veces, sin darnos cuenta, vamos migrando con las maletas cargadas de anhelos, a sabiendas de que el resultado final será siempre impredecible.

De alguna manera, esa incertidumbre está en el centro de cualquier anhelo, intento, viaje, vida, trayecto, que se intente. Por lo tanto, la ilusión debe ser de la misma intensidad que la capacidad de aceptar la falta de garantía de que todo ha de suceder como deseamos. Nada está seguro y aún así lo queremos.

En este sentido, los migrantes hacia los Estados Unidos en especial, saben muy bien de esta falta de garantías. Se van con la conciencia de que la aventura no será fácil, de que puede resultar incluso violenta o bien de que la muerte puede estarlos esperando mientras llegan.

Sin embargo, se van.

Y viajan con ese equipaje por el desierto, caminando por horas enteras, perdiendo incluso su nombre: porque en el desierto nadie tiene un nombre. No importa de dónde vengas, ni qué hayas logrado en la vida, ni si tienes o no tienes nada. Allí, solo eres sombra que se dispersa en la arena.

Esta imagen que describo, no es más que un acercamiento en palabras de la sensación que me produjo la serie de esculturas dispuestas por Paredes en toda la planta alta del Museo.

Uno va caminando por el desierto y encontrándose piezas de bellísima factura, dispuestas en una perspectiva de recorrido que atienden a una necesidad de avanzar. Es decir, una vez que uno comienza el trayecto en la exposición de Adán, es impensable volver atrás. A pesar de encontrarse con piezas de una fuerza muy intensa y por lo tanto retadoras: niños y mujeres migrantes, sufriendo todo lo que ya sabemos, trágicos días y sucesos que el resto pasamos por alto. Los damos por descontado.

Y al final, la última línea del viaje: la línea fronteriza, cuyo lenguaje a veces son las balas y cuyo destino puede ser la fatalidad.

Así, la metáfora del recorrido propuesto por Adán Paredes es redondo y consistente. No deja de moverse jamás por la subjetividad. Es metáfora dentro de la metáfora.

Por ejemplo, si acudes al Museo, en el patrio central, están colgadas dos grandes balsas de donde escurren pequeñas piezas como cráneos, asemejando la espuma que deja tras de sí en el mar cualquier embarcación. Espuma que es respiro final, la última exhalación de un ser humano antes de entregarse en definitiva al silencio.



35 años

Te felicito Adán Paredes por estos 35 años de dedicación al arte.

Nos felicito, también a los habitantes de la ciudad, por recibirte este año con dos exposiciones: la que ahora está abierta en el Museo de los Pintores Oaxaqueños (MUPO) desde el sábado pasado y la que en meses venideros tendrás en otro centro cultural de la demarcación. Solo habíamos tenido la oportunidad de contar con dos muestras anteriores: en 2001 en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca y en 2013 en Santo Domingo.

Qué bueno que otra vez las salas de un museo oaxaqueño se hayan abierto para recibirte.