“La Catedral de Oaxaca y el Teatro Macedonio Alcalá fueron protagonistas de las redes sociales en los últimos días.

No lo fueron por su grandeza, sino por su cantera perforada y sus bombillas rotas”.

(www.eloriente.net, México, a 4 de junio de 2018, por: Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).- Vivimos en la época del hartazgo y la indignación. Nos lo han repetido hasta el hartazgo.

De hecho, se han levantado encuestas y escrito reflexiones para justificar esta etiqueta. A mis manos han llegado estudios cualitativos inclusive, que pretenden explicar y describir el tamaño del monstruo. Uno cuyas fauces, nos explican, está a punto de devorarse los resultados electorales, pero lo más grave, se engulle cotidianamente el bienestar emocional de los ciudadanos.

Todos los días, deglute los minutos de serenidad y mente clara de las personas de este país y aún del mundo, para luego expulsar a través de sus palabras, sus miradas, sus comunicaciones en la redes sociales, una violencia hacia los otros cuyos componentes recuerdan los peores combates entre hombres y bestias en los tiempos de la prehistoria.

Hoy, la inmensa mayoría parece molesta, agraviada, enojada, anestesiada por tantas ofensas históricas, recientes y hasta futuras, porque ya la indignación es tan preclara, que los agravios futuros duelen desde ahora. Por lo tanto, ya no importan los hechos, sino su costado lastimoso, ese cuyo aguijón ha de envenenarnos a muerte.

Y todo tiene un costado así, únicamente hay que encontrarlo.

Incluso lo bello, ofende. El lujo. Los salarios dignos. La virtud de un hombre cualquiera. El cambio climático y sus temperaturas insoportables. Lo que saque el cuello más allá de una determinada línea aceptable para el indignado, es motivo de agravio personal, y justificación suficiente para esparcir esa consideración al máximo número de amigos, perfiles en Facebook y seguidores.

Lo importante es que la gente conozca la bondad que anega nuestros corazones, en tanto mayor es la capacidad de ofendernos por cuanto pasa en el mundo.

Es verdad: la realidad a veces no admite medias tintas.

Los sonoros casos de corrupción, procesados con distintas varas en el mundo: el Brasil un ex presidente en la cárcel; en España, censurado y depuesto; en México, sin consecuencias. Los crímenes impunes. Los medios de comunicación convirtiendo en un entretenimiento los debates electorales y ganando audiencias gracias a esta misma actitud entre santurrona y rebelde… Es verdad que motivos no hacen falta para tales desplantes.

Pero también es cierto que hay dos factores del mismo tamaño pero ausentes en esta reacción generalizada: el autoexamen y la sensatez.

Es decir, la indignación no hace superior a quien la expresa y tampoco lo purifica.

Siempre es más cómodo sentarse en el jurado que en el banquillo. Sin embargo, para ejercer un juicio, hay que tener al menos el mismo conocimiento, estatura, información, nivel de responsabilidad, que el enjuiciado.

Enjuiciar es siempre un boomerang.



Patrimonio

Por eso, cuando escucho diversas opiniones en relación a los actos de daño y destrucción del patrimonio cultural que han sufrido diversos monumentos de Oaxaca en los últimos días, me da la sensación de que se trata de una oleada movida por esta moda, y no tanto por un sentido auténtico de preocupación por la integridad de estas construcciones.

Seamos sinceros. En Oaxaca, el desinterés por el patrimonio y el desconocimiento del mismo es una enfermedad crónica.

En sentido contrario de lo que hemos forjado como creencia, expresada por la frase: “traemos en las venas una herencia cultural e histórica extraordinaria”, lo cierto es que contadísimos ciudadanos tienen acceso a esa dimensión de la cultura que permite entender, comprender, asimilar, dotar de sentido e identidad edificios como el Teatro Macedonio Alcalá y la Catedral de Oaxaca, por mencionar solo los más referidos en los últimos días como objetos de agravio.

No es verdad que las venas vengan cargadas de sentido.

Lo que es verdad es que las generaciones se transmiten unas a otras este sentido a través de otros procesos humanos, culturales, educativos, sociales, incluso medio ambientales, que propician esa identificación, esa (trans)formación interior.

Y en estos procesos está la causa de los efectos observados en los últimos días.

Con respeto, ¿cuántas oaxaqueñas y oaxaqueños han acudido a una función o evento en el Teatro Macedonio Alcalá en los últimos cinco años? ¿Quién puede mencionar al vuelo el año de su fundación o los principales motivos de su estilo arquitectónico? ¿Qué personajes están dibujados en su bóveda principal? Es más, ¿Macedonio Alcalá es el autor de la Canción Mixteca o del Dios Nunca Muere?

Según la Encuesta de Hábitos Culturales de 2010 —misma que por cierto, a pesar de numerosas excitativas las instancias responsables se han negado a levantar desde entonces—, solamente el 19,3% de los entrevistados, alguna vez ha ido a ver una obra de teatro en general. Solo 2 de cada 10. ¿Imaginan cuál es el universo de las personas del estado que han acudido a ese teatro en específico, por el cual hoy nos desgarramos las vestiduras?

Quizá una pregunta más íntima: ¿cuántos libros sobre historia o cultura de Oaxaca tenemos ahora mismo en algún estante de la casa? ¿Cuándo fue la última conversación que tuvimos con nuestros hijos sobre ese patrimonio, cuya destrucción nos causa ahora tal indignación o remordimiento de conciencia?

Ley y realidad

Por ello, adicionalmente a solicitar la aplicación de los artículos correspondientes, cuya redacción es clara y no mueve a confusión alguna —Ley Federal de Monumentos, Artículo 52: “Al que por cualquier medio dañe, altere o destruya un monumento arqueológico, artístico o histórico, se le impondrá prisión de tres a diez años y multa hasta por el valor del daño causado”—, incluyendo los relacionado con el Código Penal de Oaxaca —Artículo 388: “Al que causare daños mediante inundación, incendio, minas, bombas o explosivos, o los causare de cualquier modo en bienes de valor científico, artístico, cultural o de utilidad público, se le aplicará: I.- De dos a cinco años de prisión y de treinta a doscientos días de multa, si el momento del daño no excede a quinientos salarios; y de II.- De cinco a doce años de prisión y de doscientos a quinientos días de multa, si el monto excede de quinientos salarios”, se debe dar incluso un paso adelante.

Pensar como relevante para la vida pública y aún para la vida privada, invertir tiempo, recursos, interés, en devolverle el sentido al trabajo de (re)construcción cultural que tanto falta nos hace.

Imposible evitar más daño al patrimonio, solamente con medidas coercitivas. Menos aún, con reacciones pasajeras, mediáticas, fruto más de la búsqueda de atención y ratings artificiales, que de un verdadero interés por el fondo cultural de los asuntos.

También el descuido por la formación y la cultura, es un boomerang que ahora nos estalla en la frente.

Todo esto debemos asumirlo como un asunto propio y no solo indignarnos.

Actuar en consecuencia. Actuar ahora.