Nuestro cerebro es maravilloso, ya que no solo nos permite conocer e interpretar el mundo en el que vivimos sino también soñar con mundos imaginarios que reflejan anhelos, deseos, ideas entre muchas otras cosas.

Curiosamente, también nuestro cerebro está más alerta de los estímulos que pueden ser nocivos para nosotros, por lo mismo tenemos una tendencia marcada hacia aquello que no es positivo, por ejemplo, ante una nueva experiencia imaginar escenarios negativos, como el típico momento de una exposición en la primaria o secundaria, donde nos sentimos tan nerviosos que pensábamos que la exposición saldría mal aunque hubiéramos repasado el tema varias veces; o una entrevista de trabajo, donde las ansiedades no permitieran concentrarnos al pensar que no nos darían el empleo, entre otras cosas.

En medio de todo eso, surgen diferentes mecanismos que nos ayudan a afrontar el estrés, cuya efectividad depende muchas veces de los recursos internos que tenemos y hemos desarrollado en nuestra experiencia de vida. Puede haber mecanismos sencillos como “guardarse las cosas y no decirlas”, hasta explicaciones cuyo sentido nos genera alivio. Entre esta gama de opciones de recursos psicológicos merece especial atención la esperanza, que es un estado emocional que puede considerarse positivo hasta cierto punto, pues nos permite tener una sensación positiva respecto a nuestras expectativas del futuro.

Sin embargo, ¿Cómo se desarrolla la esperanza? ¿Hasta qué punto es bueno tener esperanza? ¿Tiene que ver la cultura en la conformación de la misma? La respuesta a la primera pregunta puede ubicarse en la historia de cada persona, pues se ha observado que, sujetos que desde niños han recibido cuidados apropiados de sus padres y cuidadores, desarrollan más recursos internos en comparación de personas que han tenido carencias de tipo afectivo. Recordemos que mucho de lo que vivimos hoy por hoy se gesta en la infancia, por lo mismo si nuestros padre tuvieron el acierto de procurarnos emocionalmente, es casi natural que tengamos esperanza, entre otras características positivas como la tolerancia a la frustración, mejor manejo de emociones, comunicación asertiva entre otras.

Puede incluso decirse que hay una relación, que debe ser equilibrada, entre la esperanza y el optimismo, pues una persona esperanzada puede decir “sé que las cosas pueden ir tanto bien como mal para futuro, pero prefiero centrar mis esfuerzos y energías en algo positivo, pero sino ocurre así podré adaptarme a lo que venga” este tipo de pensamientos referente a la esperanza son equilibrados, dado que no se ubican en extremos de una cosa u otra por lo que permiten flexibilidad y adaptabilidad.

Respecto a la segunda pregunta, la esperanza puede considerarse como un recurso importante mientras no esté ligado a una expectativa emocionalmente muy cargada, pues ideas que se esperan con mucha ilusión pueden generar decepciones grandes, por ejemplo, planear un viaje hasta el más mínimo detalle asumiendo que todas las acciones planeadas resultarán tal cual las pensamos puede ser un imán fuerte para la frustración, pues en el plano de lo real cuando surjan cosas distintas a las planeadas podemos sentirnos enojados, decepcionados o en el mejor de los casos, sorprendidos.

En consecuencia, tener esperanza de una forma realista y madura es una excelente manera de esperanzarse, pues nuestro bienestar no depende de lo que pase, sino de nuestra capacidad de responder a lo que suceda.

Finalmente para responder a la tercer pregunta respecto a la relación entre la cultura y la esperanza, es necesario observar nuestro actuar como mexicanos, pues estamos acostumbrados a esperar que los cambios lleguen de fuera, de alguna manera una reminiscencia infantil del niño que observa y espera en casa que sus padres logren resolver sus necesidades sin su intervención directa, como podemos observar en este caso la esperanza no tiene una función positiva tal cual, pues deposita la posibilidad de transformación y cambio en alguien más, llámese gobierno, autoridades, religión, partido político y un largo etc.

Transformar esta perspectiva, implica hacerse cargo, un acto de responsabilidad necesario que inicia con pequeños cambios en nuestro lenguaje y nuestras acciones cotidianas. Tales como responder por nuestras acciones asumiendo las consecuencias de las mismas, o mostrar a los niños ejemplos con congruencia, o utilizar expectativas que estén ubicadas en puntos medios en lugar de polos extremos. En realidad, es necesario retomar la esperanza desde una perspectiva de protagonistas de nuestras vidas, en lugar de expectadores de las mismas.