Imagen: Vania Rizo

Por: Vania Rizo

Pienso en las pérdidas y emprendo un camino de emociones fuertes.

Las lágrimas me han servido para no colapsar de dolor. Me recuerdo viajando de un estado a otro, llorando la carretera por su muerte. O la vez aquella donde acudí al cine y algún detalle de la película me presionaba y volvía a llorar.

Las veces en las que he estado en cama, en posición fetal, dándome golpecitos en el pecho por un adiós. Ojos hinchados, nariz tapada, raquíticas ganas que te sostienen.

Pienso en la pérdida, revivo la pinche sensación, temo acercarme a una nueva. Sabemos que somos semillas hasta que experimentamos el nuevo inicio. Hasta que sospechamos que esta vida consiste en adaptarse.

Aprendemos a vivir sin (eso) o sin (aquella) persona. Pero hay  algo que siempre se queda. Por eso hay veces que todo recobra vida y te ataca por las noches, te abre el pecho y te toca como un tambor impaciente.

Pienso en la pérdidas y me diluyo como un papel de colores en contacto con el agua. Pero también me prendo como luz de bengala al recordar que sigo de pie, creyendo en que el árbol vuelve a florecer.

Cuando llueve, el ciclo del agua tiene doble efecto en mí: me calma o me barre. La lluvia puede trasladarse a lo que sucede por dentro. Algo riega o algo inunda. La pérdida también fluye.

Pienso en las pérdidas pero ya no me estaciono en ellas. Mejor les regalo una flor en agradecimiento, y me dispongo abrir mis sentidos para recibir su transformación.

Imagen: Vania Rizo