Por: Miguel Carbonell

En México tenemos una fe excesiva el cambio de las instituciones políticas y jurídicas, pero a veces nos olvidamos que también es importante cambiar a las personas que hacen posible que tales instituciones funcionen.

Nos encanta cambiar la Constitución y las leyes, pensando que de esa forma cambiará la realidad, pero lo cierto es que muchas reformas quedan como pura teoría a falta de las personas que estén capacitadas para hacerlas efectivas en la práctica. Creemos más en las instituciones que en las personas, y al hacerlo nos equivocamos profundamente.

Dedicamos horas y horas a pensar en las reformas que requiere nuestro sistema judicial (cada año se escriben docenas de textos al respecto), pero ponemos escasa atención sobre los perfiles de quienes ocupan el cargo de jueces, magistrados o ministros. En otros países el nombramiento de un miembro de la corte suprema desata un debate nacional y el proceso de ratificación puede durar incluso meses; en México dicho debate se reduce a un par de notas en los principales diarios de la capital, unas reuniones más bien protocolarias con los senadores, un breve discurso y una votación cuyo sentido ha sido acordado de antemano por los líderes parlamentarios; se trata de una farsa o poco menos que eso: una simulación que impide que nos enteremos si se está nombrando a los mejores perfiles o si están llegando solamente los compañeros de generación del Presidente de la República, con el único punto a favor de que fueron admitidos en la misma universidad. No es el mejor esquema, si queremos obtener buenos resultados.

De la misma forma, en otros países se escriben una buena cantidad de biografías judiciales, en las cuales se repasa la carrera de tal o cual magistrado, se describe su papel activista o conservador, su inclinación hacia los puntos de vista que sostiene el gobierno, su rapidez o lentitud al dictar resoluciones, la manera de conducir las audiencias, etcétera. En México los magistrados llegan y se van sin que sepamos nada de ellos. Apenas un círculo muy pequeño de estudiosos o de litigantes conocen el “estilo judicial” de nuestros jueces, magistrados y Ministros. La opinión pública desconoce incluso los nombres (ya no digamos las biografías o la filosofía judicial) de quienes se encargan de impartir justicia.

Repito: parece muy arriesgado encargar la impartición de justicia a personas de las que desconocemos todo o casi todo. Es como si el país se lanzara al vacío ante cada nuevo nombramiento; los resultados están a la vista de todos: hay jueces que han hecho un papel extraordinario y han demostrado su gran conocimiento del derecho, pero hay otros (incluso en la Suprema Corte) que nos han hecho a todos perder el tiempo mientras construían largas peroratas más ideológicas y facciones que dotadas de contenidos jurídicos. Ha habido de todo y hay de todo en nuestra judicatura; lo que abruma e incluso asusta es que hemos llegado a ese resultado completamente a ciegas, sin saberlo o intuirlo siquiera.

Algo parecido, toda proporción guardada, sucede con los notarios en México. Aunque es un tema que no suele suscitar la atención de la ciudadanía, conviene ponerlo a consideración de la opinión pública, dada la gran trascendencia que los notarios tienen para preservar derechos fundamentales y valores tan relevantes como la seguridad jurídica. Nuestro patrimonio puede estar en riesgo si caemos en manos de un notario corrupto o negligente, pero apenas sabemos cómo son nombrados o qué perfiles se requieren para ejercer dicha profesión jurídica. Vale la pena hacer una reflexión al respecto.

En uno de sus números recientes, la prestigiosa revista inglesa The economist se preguntaba sobre el papel que deben tener los notarios y lo mucho que su trabajo impacta en el desarrollo económico de los países, al ser los encargados de dar seguridad jurídica en materia de derechos de propiedad (“Breaking the seals”, The economist, 11 de agosto de 2012).

En México el de los notarios es un tema del que se habla poco, pero que ha adquirido mucha actualidad por dos cuestiones recientes de distinto significado, aunque muy relacionadas. Por un lado, en las páginas de El Universal se puso en evidencia la actuación “activista” (por decirlo suavemente) de un notario del DF a favor de uno de los excandidatos presidenciales; de ese excelente reportaje surgen preguntas acerca de la neutralidad política que deben tener los notarios, especialmente si van a dar fe pública de hechos que puedan tener trascendencia electoral. Además, se trataba del caso de un notario al parecer fuertemente inclinado a favor de la candidatura presidencial de quien lo había nombrado para ejercer el notariado. Un observador neutral podría tener ciertas dudas sobre la parcialidad de su actuación; dudas que no resulta desproporcionado al menos plantearse.

Por otro lado, en la discusión llevada a cabo en la Sala Superior del Tribunal Electoral al momento de emitir la sentencia sobre la calificación del resultado de la elección presidencial, el magistrado Flavio Galván puso en evidencia algunas pruebas “notariadas” de la Coalición de Izquierda, que carecían de la más mínima formalidad, en términos de lo que exigen las leyes aplicables.

Aunque parezca una postura muy formalista la del Magistrado, lo cierto es que precisamente la tarea de los notarios es apegarse sin fisuras a las formalidades señaladas por la ley. Si no lo hacen, ¿qué caso tiene que la ley les otorgue fe pública para la realización de actos jurídicos? Las formalidades lo son todo para los notarios. El que no las observa demuestra si ignorancia; o su falta de imparcialidad.

Lo cierto es que, al margen de los dos casos citados, alrededor del trabajo de los notarios hay bastantes zonas grises. Por ejemplo, no queda claro bajo qué criterios son nombrados los nuevos notarios, a qué tipo de vigilancia están sometidos, ante quién rinden cuentas, cómo se determina en qué ámbito geográfico deben ubicar su notaría, etcétera.

Seguramente los propios notarios saldrán en tropel a aclarar cada uno de esos puntos (los felicito anticipadamente, si es que deciden hacerlo), pero lo cierto es que para la mayor parte de los ciudadanos mexicanos la función notarial es hoy en día un misterio. Y no uno que podamos calificar como muy barato, sino todo lo contrario.

En el reportaje de The economist se ponían algunos ejemplos de lo importante que es contar con un buen sistema notarial, que permita hacer transacciones y contratos de forma segura pero también rápida. Un exceso de formulismos le resta dinamismo a la economía; por ejemplo, en Francia registrar una propiedad tarda 59 días en promedio, más que en Liberia, Camboya o el Congo. Hasta el año 2006, en Italia se requería de una certificación notarial para poder comprar un coche usado. En los países que tienen un sistema de registro de la propiedad sin notarios, los gastos de compra de bienes inmuebles se reducen a casi la mitad. En Portugal una reforma al notariado ayudó a reducir el tiempo de apertura de un negocio de once semanas a menos de siete días.

A lo largo de mi vida profesional he podido conocer a un buen número de notarios, ya sea por razones académicas o personales. La inmensa mayoría me han parecido personas muy preparadas, serias y diligentes. Entre ellos se encuentran varios de los mejores juristas de México y no son pocos los que se desempeñan con brillo y prestigio como profesores universitarios. Tengo una impresión muy positiva de los notarios, pero no creo que todos ellos (sin excepción) estén ajenos a los vicios que se observan en otros ámbitos del quehacer jurídico. Si hay jueces corruptos, ministerios públicos corruptos, litigantes corruptos (y corruptores), profesores corruptos, etcétera, seguramente habrá notarios corruptos. El asunto está en que respecto de muchas de esas profesiones sabemos que hay controles y en las noticias aparecen sujetos sancionados (sobre todo en el caso de los MPs y los jueces; mucho menos en el caso de los litigantes, ámbito en el que suele predominar una alta impunidad); en el caso de los notarios es extrañísimo que se sepa de alguna sanción.

¿Qué deberíamos hacer en México para tener la seguridad de que todas las personas que ejercen el notariado están preparados para hacerlo? ¿cómo se puede evitar que las autorizaciones para ser notario se regalen a amigos de los gobernadores o a personas que no han pasado ningún tipo de examen? ¿cómo hacer para que cualquier tipo de ilegalidad cometida por un notario sea efectivamente sancionada?

Lo cierto es que, respecto de la función notarial, hay buenos argumentos para pedir más transparencia, mayor rendición de cuentas y una cercanía más estrecha de los propios notarios con la gente. Me gustaría ver a los notarios más proactivos en la difusión de cuestiones tan elementales como la importancia de hacer un testamento, protocolizar debidamente un contrato, escriturar las propiedades, etcétera. De esa forma, México tendría un palanca mucho más poderosa para generar crecimiento económico, a partir de derechos de propiedad claramente establecidos y garantizados por la fe pública de los notarios.

Todavía más: creo que los primeros interesados en todo eso deberían ser los propios notarios que ya están en ejercicio, pues nadie mejor que ellos sabe lo importante que es mejorar el prestigio de su profesión y asegurarse que no entren a ejercerla personas improvisadas. Nunca es tarde para generar un debate sobre el tema. Ojalá sea pronto.