Por: Juan Pablo Vasconcelos M.
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En ocasión de la presentación de Aguadiosa, su más reciente trabajo.
Personas que nos aclaran el misterio, que nos hacen descifrar la razón por la cual esta humanidad ha persistido y sobrevivido durante largos milenios en la tierra. Personas por las cuales se explica la civilización y la cultura, las obras de arte, los puentes en las ciudades, los puentes en las comunidades más inhóspitas, donde casi nadie pasa; también por ellas se explica porqué algunas poblaciones son inhóspitas y otras resplandecen, contagiadas por una luminosidad poderosa y humana.
De hecho, nos lo aclaran, porque ellas de alguna manera personifican todo lo extraordinarios que podemos ser, hombres y mujeres, cuando así lo deseamos, pensamos, actuamos. Ellas nos lo recuerdan a cada momento y hacen posible que las cosas continúen funcionando, que guarden ese equilibro secreto que propicia el movimiento y la quietud, la duda y la certeza, la felicidad y el dolor.
Seguramente tú que lees estas líneas, ya estarás imaginando a alguien así, que te mira a los ojos y te da más de lo que pretende recibir; que se entrega y se desborda. Alguien que mira a otro y no lo juzga, no lo descalifica, sino que lo hace mejor sólo mirándolo, como si en sus ojos existiera un poder capaz de curar, amansar los temores, tocar precisamente las cuerdas interiores que todos llevamos dentro.
Es el caso de la niña que ayudaba a comer a los infantes que padecían hidrocefalia en el Hospital Civil de la Ciudad de Oaxaca. Una niña a la que después conoceríamos con el nombre de Susana Harp, creadora de una música como sonrisa que reconforta a cualquiera.
Si pienso que es el caso de Susana, ella por su parte piensa que es el caso de su propia madre. De hecho, le pregunto quién ha sido la insignia de su vida y como si se tratara de algo tan cierto como que “del mar venimos todos” me responde que su mamá. A ella le aprendió por ejemplo que uno debe ser congruente con las cosas que cree o que la historia de un ser humano ajeno a la familia puede ser tanto o más importante que la de un integrante de la misma. Fue el caso de María quien padecía tuberculosis y durante un buen tiempo se convirtió en el centro de atención del núcleo. Todos sabían allí lo que sufría, la delgadez que cargaba.
Entonces puede afirmarse que las andanzas de mamá fueron las andanzas de la hija. Es completamente cierto que Susana ayudaba a los niños con hidrocefalia en el Hospital Civil pues su madre fungía como voluntaria en el lugar, cosa que aún en nuestros días sigue haciendo con vocación y generosidad.
También es verdad que buena parte de sus tardes infantiles transcurrieron en aquel sitio. A veces, claro, no tanto por su voluntad sino porque era sabida su fama de niña curiosa e inquieta. Al ser la menor de seis hijos y habiendo entre ella y su hermana inmediata casi seis años de diferencia, uno puede imaginar el tipo de travesuras a las que estaba habituada la comunidad familiar: cartas de novios de sus hermanas mayores que leyó y releyó con paciencia; indiscreciones por lo tanto; closets descubiertos.
Susana sabía cómo abrir todos los closets de la casa. Casa que por cierto funcionaba como una especie de dispensario médico para las personas que, estando en la ciudad y con apuros económicos, no tenían los recursos para adquirir medicinas y tratamiento; por eso, acudían a aquel hogar en la calle de Gómez Farías donde seguro podían, (pueden) encontrar un apoyo para su remedio.
En cualquier caso, ese hogar se debatía incesantemente entre las visitas al hospital, las clases también voluntarias en el Consejo Tutelar para menores en el norte de la ciudad y los deseos de ayudar a los presos en las cárceles cercanas.
Así fue como Susana se fue creando un hábito que a la fecha practica: las cosas sólo valen la pena cuando “encuentras el rostro del otro”, aprendes a mirarlo en toda su extensión y profundidad.
Quizá por esa razón, muchos años después, en 1996, las cosas salieron bien. Esa tarde, Susana Harp, trabajadora de Fomento Social Banamex A.C., comía con miembros de otras organizaciones sociales en la Ciudad de México. Dedicada a promover proyectos comunitarios, había dejado a un lado lo que, para la adolescencia se había convertido en su pasión: la música.
Lo hizo porque para nadie es fácil sobresalir en un medio hostil y exigente, y porque las oportunidades en el Distrito Federal no se dan en maceta. De hecho, el DF le exigiría un derecho de piso muy alto, según sus palabras. Pero ese día, aún con el sabor amargo de la vocación perdida, los compañeros le pidieron que cantara, que sabían que contaba con un buen repertorio de su tierra. Y Susana lo hizo. Se paró a cantar, sola con la guitarra, y La Llorona le salió como en aquellos tiempos de más jovencita, un poco en español, un poco en zapoteco.
Y porque el repertorio del mundo es caprichoso, algunos miembros de la Asociación Cultural México-Libanesa, presentes en la comida, le dijeron que quizá no era malo que Susana grabara un disco con esos temas “raros que canta”. Allí nació el proyecto Xquenda, primera grabación solista de Harp. Allí volvió la llama de la música a Susana, que la apagado irremediablemente después de seis años en el DF sin oportunidad alguna en los escenarios.
Xquenda fue un renacer en muchos sentidos. También en el musical. El proyecto recogió canciones de 1850 a la década de los noventa del siglo pasado. De hecho, el disco inicia con una canción que le gustaba interpretar al mismo General Porfirio Díaz.
Sin embargo, nada hubiera sucedido después si en la contraportada del disco no se hubiera colocado el número telefónico de la oficina de Susana, que no era exactamente una oficina dedicada a la música sino a asuntos completamente distintos. Y lo que cambió el rumbo de los acontecimientos, fue una llamada del equipo de trabajo del periodista Guillermo Ochoa que le hacía una invitación formal para presentar en su programa algunas canciones de aquel primer disco. Aún no es sabido cómo llegó a manos de Guillermo el material pero la televisión, ese monstruo, cambió las cosas, en este caso para bien.
Aquel teléfono continuó sonando cada vez con mayor frecuencia y lo que ha sucedido de entonces a la fecha es una historia ya sabida, la de una Susana Harp mucho más pública.
Pero hubo un tiempo en que la vida fue más íntima. A los 15 años, había llegado el momento de cumplir con otra tradición familiar que se remonta a sus hermanas mayores: Lila, Flor de María y Lorena. Se trataba de prestar un servicio, también voluntario, en alguna comunidad indígena. “Yo las veía llegar bañadas de polvo, con picaduras de quien sabe cuántos insectos y contando historias fascinantes. Yo tenía que hacer lo mismo”, me dice.
También me refiere que cuando uno llega a un lugar como Santa María Yaviche uno llega pensando en que quiere cambiar el mundo. Luego, uno se da cuenta de que es el mundo el que te cambia a ti.
En cierta ocasión una chica, Matilde, le enseña algo que a la fecha ha sido crucial para su vida: los fundamentos del telar de cintura. Cómo crear piezas bordadas, maravillosas, llenas de color y armonía. Esos oficios que sólo se pueden aprender en comunidades rodeadas de auténtica generosidad. Entonces aprendí a tejer y me di cuenta, relata, que se trata de una asunto mucho más profundo de lo que parece, es como dejar parte de ti en cada tela. De hecho, Susana guarda aún los palos de su telar para, eventualmente, volver a intentarlo después de algunos años de distancia.
Llega a ciertas conclusiones adicionales: me dice que ahora pasa por el mercado o en alguna tienda y no mira las piezas de la misma forma. Le digo que es precisamente lo bueno de aprender pues uno deja de ser el mismo, de mirar las cosas como siempre. En cierto modo, uno se da cuenta de que ha cambiado. Darse cuenta. En este y en otros temas, en el darse cuenta quizá esté toda la diferencia.
Por eso es que Susana piensa que sus andanzas en las comunidades cambiaron su manera de entender la vida. Cuando sabes que una familia allí te ofrece tres huevos para comer, es porque a la vez también entiendes que es lo único que tienen y no hay certeza de que mañana tengan algo más o no tengan nada. Pero eso de hoy te lo ofrecen desprendida, generosa, auténticamente. Eso, sin duda, “te cambia el ojo”. Uno no puede mirar la realidad de la misma forma.
Quizá en aquella niñez en el hospital y en esta adolescencia de plenos descubrimientos, esté el embrión de su “antigua” profesión: la psicología. Como sus padres no estaban de acuerdo en que se dedicara a la música, se vio orillada a estudiar en la Universidad Regional del Sureste esta carrera y luego una maestría. Tampoco se crea que los resultados oficiales daban cuenta de ese disgusto. El promedio en la carrera fue de los más altos en la República y recibió de manos del Presidente Salinas un reconocimiento especial por sus altas calificaciones.
Sin embargo, pone como condición que su carrera la estudiaría por las tardes para que en las mañanas tuviera la oportunidad de aprender a tocar la guitarra. A la edad de 18 años, ingresa a clases matutinas en la Casa de la Cultura Oaxaqueña, en un grupo de tres personas que, a la postre, se volvió sólo de uno: ella. Con su maestro, comenzó también a hacer sus primeros intentos como vocalista. Así que, entre las clases de música en la mañana y las de tres de la tarde a nueve en la universidad, quedaba poco para algo más. Pero la chica que sabía abrir todos los closets de la casa, no podía permanecer limitada.
Así, por las noches o a la hora que podía, se escapaba a tocadas y recitales principalmente de un grupo que resultó definitivo para ella: Yu Li Nehui o de compositores y músicos como Víctor Martínez y Mario Vielma.
Pero una de esas noches, de nuevo las cosas dieron un vuelco. El grupo al que refiero decidió transformarse y algunos de sus integrantes decidieron tomar otros caminos, entre ellos Mario Vielma, quien tenía una relación con el maestro de guitarra de Susana en la Casa de la Cultura.
Habida cuenta del avance que ella iba teniendo en la interpretación, el maestro le propone formar junto con su hermano y Mario, un cuarteto para diversas presentaciones culturales. En ese momento se gestaba la primera etapa de Harp como integrante de una agrupación musical. Luego de una modesta presentación inicial, una alegre sorpresa venía en camino pues el grupo recibe una invitación para ofrecer un concierto en el Centro Cultural del ISSSTE que en aquella época, 1988, se ubicaba en la Calle de Macedonio Alcalá, en la misma casa que ahora ocupa el Restaurante Mayordomo.
Aquel Centro, dice Susana, tenía gran actividad por aquellos años y aquella presentación era todo lo que quería. Además, por primera ocasión nos ofrecían hasta pagarnos por cantar. A veces uno no se da cuenta de cómo las cosas van pasando, me dice. Había en todo una gran inconsciencia. Sin embargo, aquel primer concierto, esa experiencia inicial en lo “profesional” no puede olvidarse. Vestía una falda azul, una blusa sin mangas, un reboso deshilado. Sandalias en lo bajo.
Su primera canción: “Soy pan, soy paz, soy mar” que hiciera tan popular el argentino Piero. Esa noche, se selló la posibilidad de tener Susana para siempre.
Porque el “camino se abre si uno tiene cierta pasión”, Harp me dice que la psicología ha quedado atrás. Lo cierto, es que Susana es todo lo que he escrito aquí. Incluyendo voluntaria, la niña, la estudiante. Ella se desborda en ocupaciones y pasión. He conocido pocas personas que, sin más, entreguen un gran tanto de lo que son a quien, como yo, acudo de vez en vez para escucharla.
Ella siempre da más de lo que uno espera. Ella es uno de esos seres que curan. Quizá lo aprendió siendo muy niña.