Por: Rodolfo Naró
Nunca me esperaba a que el cartero llamara dos veces. Cuando era niño en Tequila estaba pendiente de su silbato, porque siempre traía una carta para mí. A veces no me esperaba a oírlo sino que iba a la oficina de correos a preguntar si me había llegado algo. Eran los tiempos donde todavía se podía poner simplemente: domicilio conocido y el cartero recorría las calles a pie, una ruta casi de memoria. Aun conservo muchas de las cartas que recibí, las guardo en un lugar común: una caja blanca de zapatos. Por años mantuve correspondencia con amigos en Estados Unidos, España o Colombia sin nunca conocerlos personalmente. Hacía contacto con ellos por medio de revistas donde pedían entablar amistad con personas de cualquier ciudad del mundo. Yo desde Tequila me imaginaba aquellos lugares, descubrirlos a través de los relatos de la gente que me contestaba. No eran cartas de amor, apenas tenía 9 o 10 años, pero quizá eran las ganas de salir de mi pueblo lo que me hacía ponerme en contacto con personas al otro lado del océano. Era como lanzar una botella al mar.

Hace unos días me encontré esa caja y estuve leyendo las cartas, tratando de recordar lo que yo escribí según las respuestas. Ya en Guadalajara cuando tenía 14 o 15 años, Cristina, mi primer amor, se fue a estudiar un año a Boston y continué con mi ejercicio de escribirle y pasar por la oficina postal de la colonia Providencia, casi a diario, a echar cartas al buzón o a recoger algún paquete. Compraba con el sistema COD cualquier cosa que anunciaran en las revistas: libros, aparatos para hacer ejercicio, hasta una rubia y sensual muñeca inflable que me acompañó en mis años de pubertad. La pobre, de día dormía bajo mi cama, según yo era el lugar más seguro para que no la encontrara mi madre o la señora del servicio. La dejaba ahí como si nadie la pudiera encontrar, pues debajo de la cama hay un universo al que los niños y a veces los no tan niños, por miedo no nos aventuramos a explorar, ahora creo que hasta mis hermanos probaron sus suertes amatorias con ella. Una noche en mis delirios calenturientos le reventé una nalga, desvaneciéndose su amor en mis brazos a mitad del clímax. Después se le pinchó una teta o me quedé con un pezón en la boca, no recuerdo bien. La desafortunada muñeca terminó subastada en mi salón de tercero de secundaria entre mis amigos íntimos, parchada con cinta adhesiva blanca de la que usaba mi padre en su consultorio para asegurar vendajes.

Ya en los noventa tuve un cerrado intercambio de ideas con Enrique Rivera, un amigo de La Habana que era muy cauto para escribir, con Celine Daniz, una canadiense que fue un fugaz amor de verano y con Monna Gilldes, actriz y vedette de teatro de carpa en la Francia de la postguerra. A ella la conocí apenas hace un par de años, en un viaje de huida a Niza. Era una vieja elegante que ya rebasaba los ochenta. Ahora con el correo electrónico, el cual me resistí durante mucho tiempo a usar porque siempre he sido muy bruto para la tecnología, pareciera que el mundo se ha achicado tanto que ya el cartero no me trae buenas nuevas, sólo cobros del teléfono, gas y tarjetas de crédito.

Tampoco paso por la oficina de correos, pero sigo igual de impaciente cuando abro el Outlook Express y en mi bandeja de entrada no aparece el email que tanto espero, la respuesta positiva del concurso literario, del editor al que le mandé mi nuevo libro de cuentos, o de la mujer que quiero y que deja pasar los días sin escribirme una línea. Yo que siempre he sido tímido para enfrentarme a las mujeres, el mail me ha ayudado mucho para poder expresarme y darme cuenta si la chica que pretendo cortejar sabe escribir. Reviso la sintaxis, la ortografía y la acentuación, que es donde más fallan. Si se toman el tiempo para escribir las palabras completas o usan criminales abreviaturas como tmb, q’, etc. Si es verdad que como escribimos pensamos ¿habrá quién acorte sus pensamientos?
A pesar del Facebook al que todavía me cuesta trabajo encontrarle sentido y cuadratura, en el cual los amigos se reúnen para intercambiar fotografías o reencontrarse después de veinte años para presumir hijos o logros y darse cuenta que ya no tienen nada en común, a pesar de chatear regularmente con las mismas tres personas, cuando viajo al extranjero sigo enviando postales o cartas escritas a mano, de amor o de perdón, de las cuales no he tenido respuesta y he visto al cartero pasarme de largo en su moto, silbando apenas porque ya a nadie le hace ilusión que llegué con sus alforjas llenas de excesos, catálogos para leer en el baño y cuentas por pagar.
Foto: Gildardo, Algunos derechos reservados.
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com 
Fotografía en contexto original