Por: Juan Pablo Vasconcelos
Juquila, Santuario de la Indiferencia
Salimos de Juquila cargando una tristeza involuntaria. Muchos años habían pasado desde la última ocasión que visitamos el pueblo y esta vez lo hicimos, lo reconozco ahora, con una lógica errada: la lógica de los viajeros que vuelven a un lugar pensado en hallarlo mejor aún que la primera. Creímos encontrar rostros felices entre los pobladores, caminos allanados, comercio en orden, feligreses orientados, pintorescos rincones donde la fe hubiera cumplido el celeste bienestar anhelado. Lo pensamos como un santuario correspondiente a los cerca de 4 millones de personas que lo visitan al año, dentro de los más importantes del país junto con el de Guadalupe, San Juan de los Lagos o Zapopan.
Pero los primeros 13 segundos son los más duros cuando uno encuentra la decepción. Según transcurrían, las imágenes de las visitas anteriores se difuminaban, se modificaban abruptamente y eran sustituidos por estas imágenes en tiempo presente que, lejos de embellecerlos, les cubrían de un velo de nostalgia, coraje y de una especie de solidaridad que sólo había sentido en ciertos funerales.
Hallamos una comunidad en completo abandono. Sus callejas amontadas y en declive, cuyo trazo hace la diferencia armónica en otras ciudades como Taxco, aquí conspiran para dejar en claro que la planeación urbana ha sido escasa e irresponsable. Promontorios de basura ocasionales, tendajones que entremezclan sus productos con los tendederos de ropa de los hogares. Los anuncios turísticos son aderezados por el devoto aroma de las taquerías ambulantes, con canino incluido en las inmediaciones, y roídos por el sarro provocado por las comunes fugas de agua en los techados.
Pero eso sí, a la manera de ciertos altares territoriales, la comunidad se inclina y converge hacia el santuario a la Virgen de Juquila. Como un imán, atrae hacia su manto a personas, casas, automóviles, arbolado, montes, turisteros, ciclistas, eclesiásticos, niños, cámaras fotográficas de largo alcance. La Virgen, como desde 1633 (año del inicio de su adoración en Amialtepec), continúa siendo el motivo de devoción y gozo más importante de la región y objeto de múltiples agradecimientos de los visitantes. Todo es atraído y se recarga en la Virgen.
Sin embargo, da la impresión de que la fe y el símbolo, deseo decirlo respetuosamente, son pretextados por autoridades y sociedad para contar con un modo de vivir, una fuente de recursos inacabable, un prodigio cuyo provecho ha de saciar la sed de los devotos pero también el hambre de los comerciantes, la ansiedad de los pepenadores, la voracidad de los ambulantes.
Si fuera sólo un asunto de autoridades, hay preguntas por hacer: ¿qué es de los cerca de 25 millones de pesos asignados al municipio por concepto sólo de los fondos de Aportaciones para la Infraestructura Social y para el Fortalecimiento Municipal en el 2012, siendo una demarcación de poco más de 800 kilómetros cuadrados? ¿Cómo se explica que, contando con cerca de 4 millones de visitantes al año, los ingresos posibles no sean maximizados y administrados para saciar las necesidades de sus apenas 15,000 habitantes?
Seguramente hay respuestas. Pero también seguro no están cerca de un razonamiento global, que coloca al turismo religioso y a la economía relacionada con el mismo como un puente de salvación ante la crisis de otra clase de actividades.
De hecho, las carreteras de El Vidrio a Juquila y la de Río Grande a la misma población, dos rutas de acceso importantes, están en condiciones deplorables, dignas muestras de un descuido imperdonable.
Pero no es un asunto sólo de las autoridades. Estamos en presencia de una comunidad emblemática del severo atraso educativo y social en Oaxaca (el grado promedio de escolaridad de la población de 15 o más años en Juquila es de 5.6 años, mientras el estatal es 6.9 y el nacional de 8.6). Sus secuelas impactan gravemente el tejido social y la responsabilidad ciudadana, el sentido de pertenencia, el cuidado por las áreas donde se desenvuelve la vida comunitaria.
Lo central entonces es el abandono de una conciencia común sobre el valor del lugar donde se vive. Lo confirma el trato descuidado de ciertos prestadores de servicios, deficientemente capacitados en materia turística, y el desgano de los propios pobladores.
Así como en Oaxaca hay poblados visiblemente conservados por la propia colectividad local, hay otros en que esas costumbres y prácticas han sido afectadas por los factores reales de la política, la dinámica social y la pobreza.
Por estas razones, menos personales y más comunes, salimos de Juquila con un estado de ánimo agridulce, con la sensación de que habíamos perdido el buen recuerdo de hace algunos años, pero habíamos ganado en claridad sobre los monstruos que acechan el estado: la indiferencia, la simulación, la normalidad del descuido.
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*Todas las fotos: DR. del autor de este texto.