Por: Miguel Carbonell

Introducción

La sanción más fuerte que se aplica a los delincuentes en la mayoría de los países democráticos consiste en meterlos a la cárcel y separarlos de la sociedad durante un tiempo, el cual es más prolongado en función de la gravedad del delito que cometieron[1].

La pena de prisión ha tenido a lo largo de su historia distintas funciones y justificaciones[2]. Hoy en día se acepta que la cárcel es simplemente una sanción: no sirve para cambiar la personalidad del reo, para inculcarle valores o para que pueda arrepentirse de sus actos gracias a todo el tiempo que permanecerá privado de su libertad. La cárcel es solamente un castigo, cumplido el cual la persona tiene el derecho a reintegrarse en la sociedad, contando con las herramientas necesarias para tal efecto[3].

El problema, sin embargo, es que la cárcel no está sirviendo ni siquiera para eso. Más bien parece que, a la vista de los datos reales que tenemos disponibles, enviar a una persona a la cárcel puede suponer en no pocas ocasiones empujarlos hacia una carrera delictiva ascendente. Como lo ha sostenido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “cuando las cárceles no reciben la atención o los recursos necesarios, su función se distorsiona, en vez de proporcionar protección, se convierten en escuelas de delincuencia y comportamiento antisocial, que propician reincidencia en vez de la rehabilitación”[4].

Se ha identificado el caso de muchas personas que entran a temprana edad en los reclusorios (apenas cumplidos los 18 años), acusados de haber cometido delitos menores, y estando adentro se vinculan con criminales más peligrosos que los enrolan en bandas de delincuencia organizada.

Cuando esos jóvenes salen les deben favores por protección o por cuestiones de drogas a los mafiosos que suelen gobernar los penales y la forma de pagar esos favores normalmente supone que realicen actividades ilícitas de alto impacto (secuestro, extorsión, robo de coches, homicidio, tráfico de drogas, etcétera).

Lo que tenemos hoy frente a nosotros es el evidente fracaso de la prisión, sin que se alcance a vislumbrar una alternativa viable y de bajo costo en el horizonte inmediato. Hay algunos datos que deberían llamar la atención tanto de los políticos como de la opinión pública, pues el foco rojo de nuestras cárceles amenaza con poner en riesgo a grandes sectores de la población.



Problemas más extendidos en Cárceles de Latino América

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha identificado los problemas más graves y extendidos de las cárceles de América Latina[5]. Entre dichos problemas se encuentran los siguientes:

1) Hacinamiento y sobrepoblación;

2) Deficientes condiciones de reclusión, tanto fisicas, como relativas a la falta de provisión de servicios básicos;

3) Altos índices de violencia carcelaria y falta de control efectivo por parte de las autoridades;

4) Empleo de la tortura con fines de investigación criminal;

5) Uso excesivo de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad, al interior de los penales;

6) Uso excesivo de la prisión preventiva;

7) Ausencia de medidas protectoras de los grupos de reclusos más vulnerables;

8) Falta de programas laborales y educativos; y

9) Corrupción y falta de transparencia en la gestión penitenciaria.

Todo lo anterior representa, en conjunto, una situación que genera “defiencias estructurales” que exigen de una respuesta contundente por parte de las autoridades responsables. Lo cierto es que, como lo señala la propia Comisión Interamericana, la realidad carcelaria del subcontinente “es el resultado de décadas de desatención del problema”.

Veamos con algo más detalle algunos de los aspectos que se acaban de enunciar.

 

Crecimiento del número de internos

El número de presos en México ha aumentado de forma vertiginosa en los años recientes, tanto de forma absoluta como relativa. Para 1992 teníamos en las cárceles mexicanas a 85 mil personas; para 2011 llegamos a las 240 mil. El número de reclusos se multiplicó por tres en estos años.

En 2010, la población recluida en México alcanzó una tasa de 206 personas (por cada 100 mil habitantes); para comprender la dimensión de esta cifra basta recordar que en 1995 teníamos a 102 personas en prisión por cada 100 mil habitantes: es decir, en apenas quince años, el número de personas internas como proporción de la población se duplicó. ¿Estamos el doble de seguros ahora que en 1995? ¿hemos disminuido los delitos a la mitad gracias al internamiento masivo de tantas personas?

Desde luego, en el análisis de los números relativos a nuestro sistema carcelario hay que atender a las diferencias que muestran cada una de las entidades federativas.

Existen algunas entidades en las que el número de presos excede ampliamente el promedio nacional. Con datos correspondientes al año 2010 tenemos que Baja California alcanza una tasa de 552 personas en prisión (por cada 100 mil habitantes), Sonora llega a 485 y el Distrito Federal tiene 454[6].

Estos datos deben ponernos en alerta respecto al tratamiento legislativo que se le da a las conductas ilícitas. No es un secreto que en México durante años se ha practicado abiertamente un “populismo penal” por parte de los legisladores, los cual pretenden atender cualquier tipo de problema recurriendo al derecho penal, aumentando el número de tipos penales, incrementando las penas, etcétera. Como se ha acreditado con suficiente en experiencias de derecho comparado, limitarse a una respuesta legislativa frente al delito no disminuye la incidencia delictiva. Por eso es que los números en México no han progresado, sino probablemente todo lo contrario.



Sobrepoblación

En el mismo año (2010), en México había 429 centros penitenciarios, con una capacidad total para albergar a 175,399 reclusos. Sin embargo, el número real de internos superaba los 223 mil y desde entonces ha seguido aumentando; es decir, estamos hablando de una sobrepoblación superior al 30 por ciento[7].

Destacan el Distrito Federal con una sobrepoblación del 111%, lo que significa que en los 10 centros penitenciarios bajo el gobierno de las autoridades capitalinas se hacinan más de 40 mil internos, en un espacio con capacidad de 19 mil personas; también tienen datos preocupantes Nayarit (97%); Sonora (88%); o el Estado de México, con un sobrecupo del 83 por ciento (alrededor de 18,700 reclusos frente a una disponibilidad de 10,200 lugares).[8]

Más aún, del conjunto de internos, poco más del 58 por ciento (130,981) estaban condenados, frente a alrededor de 92 mil presos que esperaban sentencia (41% del total). Este dato es muy relevante porque nos ilustra sobre la prevalencia de los llamados “presos sin condena”, es decir, se trata de las personas que están en la cárcel mientras se les sigue un proceso penal en su contra, pero sin que todavía haya recibido una sentencia en la que se determine que son culpables de haber cometido un delito. Una importante reforma constitucional de junio de 2008 -todavía pendiente de implementar en buena parte del territorio nacional- limita el uso que se puede hacer de la prisión preventiva[9].

En el conjunto del sistema se presenta el problema de la sobrepoblación, sin que pueda decirse que se trata de un hecho aislado: más de 150 establecimientos penitenciarios tienen algún grado de sobrepoblación en México; desde el 230% que presenta la cárcel de Navolato o el 224% del Cereso de Chalco, hasta el muy leve 1.14% del Cereso de Nogales I.

Ausencia de clasificación y autogobierno

Según datos aportados por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en las cárceles de 23 entidades federativas no se clasifica de forma adecuada a los internos. Es decir, en ellas cotidianamente pueden convivir en el mismo espacio personas que han sido sancionadas por la comisión de delitos muy diversos: homicidas con carteristas, violadores con personas sentenciadas por narcotráfico, defraudadores con traficantes de drogas, etcétera. El resultado evidente es que se fomenta la violencia al interior de estos centros y se genera una atmósfera propicia para el reclutamiento de nuevos miembros de la delincuencia organizada.

Sin embargo, esto no es lo peor. En el 30% de nuestras cárceles se presentan situaciones de autogobierno: son los propios internos –en lugar de la autoridad— los que organizan la vida interna, ejercen control o violencia sobre los demás, se encargan de las actividades laborales remuneradas, emplean a otros internos para su servicio personal o realizan actos de explotación sexual.

El autogobierno al interior de los penales es la negación misma del deber del Estado de imponer sus propias reglas en el espacio carcelario. Dicha situación pone el riesgo los derechos humanos de los internos y, muchas veces, incluso de los propios custodios. La Comisión Interamericana ha señalado que “para que el Estado pueda garantizar efectivamente los derechos de los reclusos es preciso que ejerza el control efectivo de los centros penitenciarios… debe ser el propio Estado el que se encargue de administrar los aspectos fundamentales de la gestión penitenciaria… No es admisible bajo ninguna circunstancia que las autoridades penitenciarias se limiten a la vigilancia externa o perimetral, y dejen el interior de las instalaciones en manos de los reclusos. Cuando esto ocurre, el Estado coloca a los reclusos en una situación permanente de riesgo, exponiéndolos a la violencia carcelaria y a los abusos de otros internos más poderosos o de los grupos delictivos que operan esos recintos”[10].

Con frecuencia el autogobierno se produce como resultado de la falta de personal de custodia en número suficiente o que tenga la preparación para desempeñar su función. La Comisión Interamericana ha documentado varios casos extremos en los penales de América Latina. Por ejemplo en diversas cárceles de Venezuela, que es el país que presenta las más altas cifras de violencia penitenciaria. En el Internado Judicial de Monagás (“La Pica”) los 501 internos eran custodiados por 16 custodios dividos en dos turnos de 24 horas. En las cárceles Yare I y Yare II los 679 internos eran vigilados por 23 custodios dividos en turnos de 24 horas. En la Cárcel de Uribana los 1,448 internos estaban a cargo de 8 funcionarios. En El Rodeo I y El Rodeo II sus 2,143 internos eran vigilados por 20 custodios en cada turno[11].

Esas cifras hacen sencillamente imposible que el Estado imponga la ley al interior de los penales. No podemos pedirle a esos custodios que se comporten como súper héroes. No lo pueden hacer ni aunque quisieran (aunque lo más probable es que tampoco quieran, desde luego).

No sorprende que, con esos datos, el número de internos que fallecen en las cárceles de Venezuela sea el más alto de América Latina. Durante los nueve primeros meses de 2010 murieron 352 reclusos y otros 736 fueron heridos en distintos hechos de violencia[12].

 

Corrupción y malos tratos

Por si lo anterior fuera poco, hay que agregar que la corrupción en nuestras cárceles es una práctica endémica. Los reclusos afirman que los custodios les cobran a sus familiares para permitirles visitarlos, para que les lleven alimentos u otros objetos, para poder ejercer su derecho a la visita conyugal o incluso para recibir los beneficios de la pre-liberación[13].

De acuerdo con una encuesta del CIDE (levantada en el Estado de México y el Distrito Federal), el 30% de los internos en el Distrito Federal y el 19% de los internos en el Estado de México señalaron que no disponen de suficiente agua para beber; el 67% en el DF y el 58% en el Estado de México consideran que los alimentos que reciben son insuficientes; el 35% en el DF señalaron que no reciben atención médica cuando la requieren.

En el DF menos del 4% de los internos recibieron bienes tan elementales como sábanas, cobijas, ropa o zapatos por parte de las autoridades (las familias aparecen como los grandes proveedores en el sistema penitenciario). El 98% de los internos señalaron que no recibieron de la institución papel higiénico, pasta dental o jabón[14].

La corrupción parece ser la única premisa cierta en el ámbito carcelario mexicano. Hay reportes según los cuales a los presos se les “cobra” por pasar lista, por permitirles ir al baño, por hacer o no hacer determinadas tareas, por tener acceso a servicios médicos, por dormir en una cama en vez de en el suelo, por estar asignados a determinados dormitorios y no a otros, etcétera[15].

Un exdirector de las cárceles del Distrito Federal aceptó que en los establecimientos bajo su mando el monto de la corrupción alcanzaba en el año 2005 la cifra de 5 millones de pesos diarios, es decir, unos 1,800 millones de pesos al año, tomando en consideración solamente a la capital de la República[16].

Los datos anteriores reflejan la importancia y la preponderancia que tiene el dinero para explicar la forma en que trabajan actualmente nuestras cárceles. Es cierto que “el sistema pensado para la reintegración del individuo se ha convertido y corrompido de tal manera que se ha vuelto él mismo un generador de corrupción y exclusión, fomentando el efecto contrario al pretendido, que es la reeducación y reinserción del individuo. Un sistema donde el que tiene dinero sigue siendo muy favorecido, donde el fuerte domina al débil, donde el mercado de todo tipo de drogas es de lo más fructífero, donde se regatea el precio de mercancías supuestamente prohibidas… ¿qué sentido de derecho, justicia y respeto hacia el prójimo se va desarrollando en la cárcel”[17].

En los reclusorios es frecuente la presencia de armas, droga y bebidas alcohólicas, para cuya introducción se cuenta con el beneplácito de los directivos y custodios. Hay cárceles en las que existen zonas para los presos más ricos equipadas con lujos totalmente insospechados (algunos llegan a tener jardín privado, televisión vía satélite, les organizan sus fiestas de cumpleaños, pueden tener visitas de muchas personas a la vez, etcétera). La corrupción parece ser la regla de todos los días.

La Comisión Interamericana ha señalado que es inaceptable que al interior de los penales rija un sistema de privilegios para los reos que pueden pagarlos, ya que el trato de favor hacia ellos relega a más personas sin recursos a espacios hacinados, insalubres e inseguros. “En definitiva (apunta la Comisión), lo que se produce es el traslado de los cuadros de desigualdad y marginación presentes en la sociedad, al interior de las prisiones”[18].



El costo de los presos

No podemos dejar de hacernos cargo que tener a tanta gente en la cárcel tiene un costo, el cual asumimos el conjunto de los contribuyentes. Se trata de un costo considerable, pero lo más preocupante es que parece estar dando nulos resultados. Es como si pusiéramos dinero sin obtener nada a cambio. No parece un buen esquema, si atendemos al hecho de que las tareas de readaptación social han sido completamente opacas a cualquier mecanismo de rendición de cuentas.

Veamos nuevamente los datos disponibles. Según un estudio elaborado por la Cámara de Diputados, el costo de manutención de las cerca de 240 mil personas que están privadas de la libertad, supera los 37 millones de pesos diarios.[19] Es decir, gastamos más de 1,100 millones de pesos al mes en nuestras cárceles, más de 13 mil millones de pesos al año.

Cada interno cuesta en promedio 155 pesos al día. Sin embargo, dicha cifra oscila desde los 643 pesos que gasta Campeche hasta los 59 del estado de Guerrero.

Una vez más hay que preguntarse si tiene sentido mantener internados a ciertas personas –que no ofrecen peligro alguno— mientras esperan sentencia, o por el otro lado, si cuestiones en verdad menores merecen las penas de prisión que están previstas por nuestros legisladores en los códigos penales de la Federación y los estados.

La pregunta importante que debemos hacernos es si en verdad queremos seguir recluyendo a tanta gente como lo hemos hecho en los últimos años y si los resultados alcanzados son los que deseamos. Tal vez estamos buscando en el derecho penal respuestas que éste no puede ofrecer.



Revisiones indignas

Para combatir, supuestamente, la introducción de sustancias prohibidas y de armas, las autoridades practican ostentosos (aunque ineficaces) métodos de revisión de las visitas, algunos de los cuales violan la dignidad de las personas, como lo ha sostenido la CNDH en su Recomendación General número 1.

En ese documento la CNDH afirma que “Una de las violaciones a los derechos humanos que con mayor frecuencia se presenta en la mayoría de los centros de reclusión es, precisamente, la relacionada con las revisiones que atentan contra la dignidad de familiares, amistades y abogados que visitan a los internos, que van desde una revisión corporal sin el menor respeto, hasta situaciones extremas en las que las personas son obligadas a despojarse de sus ropas, realizar «sentadillas», colocarse en posiciones denigrantes, e incluso se les somete a exploraciones en cavidades corporales”.

La CNDH sostiene también que los afectados por este tipo de revisiones denigratorias con frecuencia se niegan a presentar las correspondientes denuncias, por miedo a que ellos mismos o sus familiares internos sufran represalias; incluso “Algunos afectados prefieren someterse a tales vejaciones antes de permitir que otras personas, incluyendo a sus propios familiares, se enteren de que han sido objeto de tratos degradantes; en otros casos, se ha detectado que no se denuncian tales conductas por ignorancia, ya que los agraviados ni siquiera sospechan que se trata de actos violatorios de sus derechos fundamentales, y desde luego, las autoridades de los establecimientos de reclusión les hacen creer que es un requisito legal someterse a ellas para visitar a sus familiares o amigos recluidos”.

¿Cómo deberían llevarse a cabo las revisiones? La CNDH solamente pide respeto a los derechos fundamentales para los visitantes de los centros de reclusión. Las revisiones deben hacerse de manera respetuosa, mediante equipos y tecnología que eliminen en lo posible las molestias para las personas sujetas a revisión, sin dañar los objetos que se revisen y sin que sirvan de excusa para abusos y atropellos.

En esa virtud, la CNDH afirma que “un trato digno implica que las personas que visitan los centros de reclusión sean tratadas con amabilidad y con el debido respeto a la intimidad de su cuerpo, es decir, igual que a cualquier otro ser humano, por lo que es indispensable que dichas revisiones sean suprimidas y en su lugar se utilicen los aparatos y tecnología disponibles en el mercado para la detección de objetos y sustancias prohibidas; también se debe capacitar a los servidores públicos que realicen dichas tareas, con el objetivo de construir una cultura del servicio público que tenga como principio rector el respeto al trabajo del funcionario y a la integridad del ciudadano, relación regida por el respeto individual, en donde la vejación ofende la dignidad de ambos. Asimismo, es necesario que se expidan manuales de procedimientos, en los que se señale con precisión la forma en que deben efectuarse las revisiones, los cuales deberán tomar en cuenta, como objetivo primordial, la conciliación entre la seguridad y el absoluto respeto a los derechos humanos”.

Por otro lado, las autoridades penitenciarias no siempre son capaces de mantener el orden, por lo cual son frecuentes los “ajustes de cuentas”, los motines y los actos de violencia entre los reos. Los alimentos que se sirven son de baja calidad (para obligar a los reos a comprar en las “tienditas” de los propios reclusorios o para que los familiares les tengan que llevar alimentos, cuya introducción genera la correspondiente “mordida” para los celadores), el agua potable es escasa, los servicios médicos son precarios (o incluso inexistentes), los baños se encuentran en mal estado, la presencia de roedores y fauna nociva es constante y así por el estilo.



Mujeres presas

Las anteriores deficiencias aumentan en el caso de los centros de reclusión femeniles, tema al que la CNDH ha dedicado su Recomendación General número 3. En ese documento se constatan las condiciones deplorables de las mujeres presas, ya que su situación es incluso peor que la de los hombres privados de su libertad.

Los espacios son más reducidos, la posibilidad de trabajar es menor, los servicios médicos más escasos y así por el estilo. Ni siquiera se toma en cuenta que muchas mujeres presas tienen junto a ellas a sus hijos menores, por lo que las condiciones de vida deberían ser especialmente dignas, a fin de que los niños no padezcan por situaciones de las que no son responsables.

No es mucho mejor la situación de los internos que padecen trastornos mentales cuya precaria situación también ha merecido una recomendación general de la CNDH (la número 9, de octubre de 2004)[20].

¿Qué hacemos con las cárceles?

Sobra decir que el problema carcelario no es exclusivo de México, sino que está presente en muchos países, si bien con distinto grado de intensidad. Sin embargo, en algunos de ellos los tribunales han intervenido para intentar parar la masiva violación de derechos fundamentales que sufren los internos.

No hay duda que los jueces tienen un papel fundamental para hacer vigente el Estado de derecho al interior de las cárceles. Al poder judicial le corresponde la tramitación de las causas penales, el control de la legalidad de las detenciones, la tutela de las condiciones en que se desarrolla la reclusión y, en general, el control sobre la ejecución de la pena privativa de la libertad[21].

Por ejemplo, en Colombia la Corte Constitucional ha emitido una sentencia en la que refiere las condiciones “estructurales” que las cárceles deben tener para garantizar los derechos de los presos (sentencia SU-995 de 1999); incluso la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha llegado a dictar medidas precautorias para el caso de violaciones flagrantes de los derechos de los presos en las cárceles de la provincia argentina de Mendoza[22].

La Suprema Corte de los Estados Unidos emitió una importante sentencia en la que se ordenaba a las autoridades de California a poner orden de forma inmediata en sus cárceles (en particular respecto del problema de la sobrepoblación) o en caso contrario iba a comenzar a poner en libertad a un número importante de reos[23].

En México apenas estamos en el proceso de creación de los “jueces de ejecución de penas”, previstos por la mencionada reforma constitucional de junio de 2008. Cuando estén funcionando plenamente, podremos ver una mayor incidencia judicial dentro de las cárceles. Eso sería lo deseable.

Ahora bien, la solución de fondo al problema carcelario consiste en racionalizar al máximo el uso de la prisión. Que solamente los delincuentes más peligrosos sean privados de su libertad y que durante su reclusión se imponga tanto la disciplina interna indispensable para el buen funcionamiento de los penales como un escrupuloso respeto a los derechos de los presos y de sus familiares.

Para limitar el uso de la prisión se deben aplicar de forma integral alternativas no solamente a la cárcel, sino incluso al proceso penal: todo aquello que pueda arreglarse por tratarse de delitos de naturaleza patrimonial o económica debe en la medida de lo posible transitar por una vía distinta a la de un juicio penal. Se deben privilegiar, como ya lo ordena el artículo 17 de la Constitución mexicana, las salidas alternativas al proceso: mediación, conciliación, suspensión del procedimiento a prueba, reparación del daño para la víctima, etcétera.

Debemos también revisar exhaustivamente los códigos penales para ver qué conductas vale la pena castigar con cárcel. En sentido contrario al populismo penal que ha dominado el escenario político mexicano en los años recientes, hay que “deflacionar” los códigos penales y buscar alternativas a problemas que muchas veces tienen hondas raíces sociales y económicas. Reaccionar frente a esos problemas con el código penal como única respuesta es una insensatez.

Tal como hoy funciona, la cárcel es un fracaso clamoroso. No merece que sigamos invirtiendo cuantiosos recursos, sin exigir a cambio un mínimo de resultados. Lo más sano sería pensar en un modelo de derecho penal con menos sanciones de cárcel y más alternativas desde el momento mismo en que inicia el proceso penal (o incluso antes)[24]. Solamente así podrá revertirse una situación social que nos amenaza a todos y no parece servirle a nadie, salvo a los funcionarios corruptos que se benefician explotando a los presos y a sus familias.

Es importante exigir rendición de cuentas en el ámbito penitenciario, para lo cual se deben implementar modernos sistemas de gestión, crear indicadores que nos permitan visualizar con claridad los avances o retrocesos que se produzcan, mejorar la capacitación del personal, involucrar a la sociedad civil en el análisis de lo que sucede al interior de los reclusorios, permitir que los medios de comunicación informen de manera constante sobre lo que sucede al interior de las cárceles (sin poner en riesgo la seguridad necesaria para su funcionamiento, desde luego), etcétera.

Ya nadie duda de que en materia de cárceles tenemos un foco rojo prendido; si no somos capaces de actuar a tiempo, pronto nos estallará a todos en la cara el problema. Por lo menos no podrán decirnos que no se los advertimos a tiempo.

 


[1] El principio de proporcionalidad entre el delito cometido y la pena que se le impone al responsable está expresamente recogido en el artículo 22, párrafo primero, de la Constitución mexicana a partir de la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 18 de junio de 2008.

[2] Una explicación sobre el tema puede verse en Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, 10ª edición, Madrid, Trotta, 2011, páginas 385 y siguientes.

[3] El artículo 18 de la Constitución mexicana señala que durante la pena privativa de la libertad se deberán observar los propósitos de la educación, el trabajo, la capacitación para el mismo, el respeto a los derechos humanos, el deporte y la salud de los internos. Esa es la agenda, ciertamente encomiable, que traza nuestra Carta Magna. El hecho de que en la práctica se verifica en una proporción muy escasa no la priva de un enorme valor ético y político, que tenemos que realizar en la práctica del sistema carcelario como algo absolutamente normativo e incluso justiciable.

[4] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas, Washington, diciembre de 2011 (OEA/ Ser. L/V/II.), p. 5.

[5] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas, Washington, diciembre de 2011 (OEA/ Ser. L/V/II.), p. 1.

[6] Ver las interesantes cifras que al respecto proporciona Guerrero, Eduardo, “Las cárceles y el crimen”, Nexos, número 412, México, abril de 2012, pp. 15 y siguientes.

[7] En 1997, por ejemplo, la sobrepoblación carcelaria alcanzaba únicamente el 14.5 por ciento de su capacidad; mientras que en 1995 dicho fenómeno era prácticamente inexistente.

[8]Datos de marzo de 2010. Arellano Trejo, Efrén. Impacto de la reforma constitucional en el sistema de ejecución de sentencias. Documento de Trabajo núm. 104, Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública- Cámara de Diputados. Febrero de 2011, pág. 7.

[9] Un análisis de dicha reforma se encuentra en Carbonell, Miguel, Los juicios orales en México, 4ª edición, México, Porrúa, UNAM, RENACE, 2012.

[10] Informe sobre los derechos humanos… , cit., pp. 27-28.

[11] Informe sobre los derechos humanos… , cit., p. 39.

[12] Informe sobre los derechos… , cit., p. 41.

[13] Una narración detallada de lo que cuesta cada producto o cada visita puede verse en http://www.oem.com.mx/elsoldemexico/notas/n487121.htm.

[14] Bergman, Marcelo (coordinador), Delincuencia, marginalidad y desempeño institucional. Resultados de la segunda encuesta a población en reclusión en el Distrito Federal y el Estado de México, México, CIDE, 2006, pp. 41-47.

[15] Bergman, Marcelo (coordinador), Delincuencia, marginalidad y desempeño institucional. Resultados de la segunda encuesta a población en reclusión en el Distrito Federal y el Estado de México, cit., p. 47.

[17] Sánchez, Frederic, “Crimen y castigo”, El País, 5 de septiembre de 2008. Una narración periodística en el mismo sentido, referida a la realidad mexicana, puede verse en Scherer, Julio, Máxima seguridad. Almoloya y Puente Grande, México, DeBolsillo, 2009.

[18] Informe sobre los derechos humanos…, cit., p. 34.

[19] Centro de Estudios de las Finanzas Públicas (Cámara de Diputados). Delincuencia y Seguridad Pública en México, Nota informativa, 2 de junio de 2011.

[20] Todas las recomendaciones generales pueden verse en www.cndh.org.mx, así como en el libro que recopila las primeras 14, publicado por la CNDH en el año 2008.

[21] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre los derechos humanos…, cit., p. 20.

[22] Ver el informe del CELS, Informe 2005. Derechos humanos en Argentina, CELS, Siglo XII editores, Buenos Aires, 2005, pp. 193-194. En el mismo informe pueden verse distintos ejemplos de casos judiciales resueltos por la justicia argentina para poner fin a prolongados periodos de detención preventiva o para reconocer la injusta detención de personas inocentes que habían sido víctimas de “casos armados” por la policía para cumplir algún tipo de cuota o exigencia de sus superiores (ver, en el libro citado, páginas 119 y siguientes).

[23] Hemos analizado el caso de Estados Unidos y de otros países en Carbonell, José y Carbonell, Miguel, “Cárceles sobrepobladas: problema continental”, Enfoque. Información, reflexión y cultura política, suplemento dominical de Reforma, número 904, 21 de agosto de 2011.

[24] Cabe recordar que la ya citada reforma constitucional de 2008 en materia de proceso penal acusatorio introdujo en el artículo 17 de nuestra Carta Magna la obligación para el legislador de establecer medidas alternativas al juicios en todas las materias, incluyendo la penal. Es una buena noticia, no solamente para hacer más racional y razonable el proceso penal, sino también para hacer más ágiles los juicios en otras materias.