Por: Rodolfo Naró
En las dos entregas anteriores, Biblioteca pública y Biblioteca Nacional, les conté cómo me enamoré y cómo trabajo en una biblioteca; ahora les relato la manera en la que he hecho la personal, poco a poco, libro a libro. Esta es la última parte de mi ponenecia en el XIX Coloquio Internacional de Bibliotecarios, «Yo leo, tú lees, leyendo en la biblioteca», realizado en la pasada Feria del Libro de Guadalajara. 
Biblioteca personal
No puedes sacar ni un libro de esta casa. Le dije a Marcela Buenfil cuando nos separamos. Era la primavera de 1998 y teníamos un año viviendo juntos. Sus libros habían ayudado a conformar mi biblioteca. Su colección tenía de todo, biografías, novelas, mucho de García Márquez y de Cortazar, otro tanto de Vargas Llosa y algunos más del Boom Latinoamericano. Después de su partida, mi casa fue moviendo sus espacios conforme aumentaban los libros.
Mandé a hacer libreros para instalarlos en la sala, el comedor y en cada habitación. Entre los libros que iba comprando, los que me regalaban las editoriales o intercambiaba con amigos escritores, cada semana se acumulaba un nuevo montón en la mesa del comedor. A los que se sumaron los libros que me fui trayendo de la casa de mis padres en cada viaje a Guadalajara, aquellos que había leído cuando era niño y en mi adolescencia. Quería que mi departamento de la colonia Del Valle fuera una gran biblioteca. Quería sentirme más escritor por la presencia de tantos autores que admiraba.
Cuando he ido de visita a casa de algún amigo escritor, como quien pregunta dónde está el baño, a mí me parece muy normal preguntar por la biblioteca, que en el caso de Carlos Monsiváis era toda su casa, ecléctica y abrumadora, con más de treinta mil libros por cada rincón, amontonados sobre los sillones y mesas, apilados en su escritorio, donde los gatos hacían malabares para esquivar altas torres. Con él conocí la biblioteca del Arzobispo Antonio Chedraui; era muy inglesa, con libreros de caoba rojiza, con libros resguardados bajo llave y vidrio esmerilado. Uno conoce a las personas no sólo por los libros que lee, sino también por aquellos que resguarda.
Una sensación de navío sentí al entrar a la biblioteca de Álvaro Mutis; amplia, luminosa, de blancos estantes. Tenía la sensación de que en cualquier momento, tras de mí, entraría Maqroll el Gaviero o si me asomaba por una de las ventanas, en vez de ver el jardín, me encontraría en altamar. Al centro había una sala de lectura, al fondo estaba su escritorio, su máquina de escribir y en un rincón una fotografía del Zar Nicolás II. Al preguntarle por ella me dijo: “la conservo porque fue un mártir. En el fondo soy imperialista”.
Más de una vida me haría falta para alcanzar a leer los 75 mil libros de la biblioteca de Gustavo Sainz, recién donada al Estado de Coahuila. En 2008 coincidí con él en un encuentro literario en Dallas, Texas. Entre lectura y lectura me contó su pasión por los libros, cómo los fue acumulando, cómo hacía para leerlos sin maltratarles el lomo al abrirlos demasiado; recordó la tarde en que tuvo que dejar su primera casa en la Cuauhtémoc porque los libros lo echaron de ella y se buscó otra donde entrara él con los nuevos ejemplares. Al paso de los años, al llegar a los 40 mil volúmenes, tuvo que rentar una bodega para seguir atesorándolos.
Una situación similar padeció Lezama Lima en su casa de la Habana, también los libros casi lo echan a la calle o Alejandro Vaccaro, biógrafo de Borges, a quien conocí en Buenos Aires. Vaccaro se vio en la necesidad de decidir si dejaba su departamento de Recoleta, el cual está en un tercer piso, o pasaba la mitad de sus libros a otro lugar, el peso del papel amenazaba con desplomar el edificio. La de Alejandro Vaccaro es una de las bibliotecas más interesantes y mejor organizadas que he conocido, con espacios especiales para las primeras ediciones de Borges, entre ellas su libro de ensayos El tamaño de mi esperanza, de 1926, un libro que Borges en vida proscribió y dejó estipulado que no se volviera a editar. Lo veía como un error de juventud, sobre todo por el título; pensaba él que la gente lo relacionaría con otras medidas que los hombres solemos presumir. Vaccaro, además resguardaba cartas manuscritas, dibujos y adornos que descansaron por años en los estantes de la biblioteca de Borges.
Quizá más que por sus lecturas y por los libros bajo resguardo, es por las cosas pequeñas que descansan en el filo de los estantes, por lo que conoces más a las personas: fotografías, postales, muñequitos de lucha libre, soldaditos de plomo, artesanías, bustos de próceres, una gran cantidad de objetos y recuerdos de vidas pasadas. Además, está la forma en que cada quien organiza sus libros, por autor, por tema, por colores y tamaños, por género o por editorial, como es mi caso, me gusta que tengan un mismo tamaño, por lo que a veces no sé qué hacer cuando un autor publica en distintas editoriales, como es el caso de Jordi Soler, que ya está en Alfaguara, en RBA y en Mondadori.
¿Qué destino tendrán ahora las bibliotecas con los lectores electrónicos que pueden almacenar miles de libros en la palma de la mano? Una tarde de junio, Montserrat Hawayek fue a comer a mi casa, siendo más obsesiva que yo me preguntó cuántos libros tenía en mi nueva biblioteca. “Ni idea”, le contesté. Así que se pasó toda la tarde contándolos. 4537 me dijo poco antes de llamarla a cenar. “Tienes sólo 157 más que yo”, me contestó un poco decepcionada. “¿Sabes cuántos libros tiene la biblioteca de Alí Chumacero?”, le dije y le contesté: “Más de cuarenta y seis mil”. Si Borges imaginaba la biblioteca como un laberinto, don Alí la veía como una casa. Fue Guillermo, su hijo, quien me llevó a conocerla. Entrar a la viaja casona de Gelati 34 Bis es ganarle territorio al tiempo. La finca, estilo colonial mexicano, data de 1897. Lourdes, madre de Guillermo, la descubrió en 1964, estaba hecha una ruina y con su buen ojo de galerista de arte fueron restaurándola poco a poco, haciendo del gran recibidor el espacio para la biblioteca y estudio de Alí, que aún siendo editor de El Fondo de Cultura Económica sabía que los libros no se adquieren por docena ni se compran de un tirón, así como se escriben, lentamente, se van adquiriendo, rebuscándose en librerías de viejo, dejando al azar el hallazgo oportuno. La felicidad de dar con una primera edición de San Juan de la Cruz de 1703, encuadernada en piel, es insuperable.
Es la biblioteca más acogedora que he conocido, con dos mesas de trabajo, una rectangular, en madera oscura que había pertenecido a Martín Luis Guzmán y la otra, redonda, al fondo del salón, la que estuvo en casa de José Vasconcelos, entre ellas dos una sala de lectura, con sillones de tapiz floreado y una docena de tapetes pakistaníes tirados en el suelo; ahí crecieron sus cinco hijos, viendo trabajar a su padre, jugando entre letras y un leve regaño para que no hicieran tanto ruido. Guillermo Chumacero me contó el amor filial que sentía su padre por los libros. “Los libros son como los hijos”, le dije yo, “no se prestan ni se dejan encargados en casa de amigos”, de ahí la terrible decisión de no dejar a Marcela sacar un solo ejemplar de mi casa. Fueron los libros compartidos, los libros revisados y comentados. Aquellos que durmieron, brazos abiertos, sobre su pecho. Los libros que pacientemente maduraron, como el fruto espera pendiendo de una rama a ser devorado. Alí Chumacero dedicó toda su vida a  amarlos, no sólo supo lo que era vivir para ellos, sino morir rodeado de ellos. Los dos últimos años de su vida, ya sin una pierna que lo tuvo postrado, pidió que bajaran su cama a la biblioteca. En ese paraíso siguió escribiendo, ahí leía, dormía. Ahí festejó sus 92 años poco antes de darle vuelta a la última página de su vida.
La biblioteca personal de Alí Chumacero, Carlos Monsiváis, José Luis Martínez, Antonio Castro Leal y Jaime García Terrés, han tenido el mejor destino para un libro, han pasado de ser un fondo privado a formar parte de una gran biblioteca publica llamada “La ciudad de los libros”, proyecto del CONACULTA y fincada en la antigua Ciudadela. Biblioteca que respeta la arquitectura del recinto original de cada colección y que albergará a más de 200 mil volúmenes. Además, el proyecto consiste en digitalizarlos, que el usuario llegue a esa biblioteca de cinco brazos y, a través de un iPad, busque los títulos deseados, para leerlos desde ese aparato. Aunque eso no significa que la lectura se fomente con los lectores electrónicos. Cuántos miles de libros quedarán almacenados en esas memorias digitales sin que les demos lectura porque los olvidemos, como se van olvidando los libros apilados en los rincones de nuestra biblioteca personal.
Los libros viven de pie
Las palabras de amor que no se dicen los enamorados, son las que mejor se guardan en el corazón. Ahora y desde hace un par de años, me gusta visitar la biblioteca que se tragó una ballena: la Biblioteca Vasconcelos. Confieso que no me gustó cuando la conocí, me pareció fría, con los libros tan alejados, como frutos prohibidos, trepados en las copas de los árboles. La biblioteca que ha soportado tantas tempestades. Tuve que frecuentarla varias veces, subir hasta el sexto piso, andar sus estrechos pasillos de cristal, como ramas a punto de quebrarse ante el vértigo, llegar a la sección 800 y buscar La amada inmóvil de Amado Nervo, El romancero gitano de García Lorca, Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, Sor Juana, Góngora, Quevedo y sobre todo La Celestina de Fernando de Rojas, para volver a evocar el amor y hacer de ese lugar, mi nuevo y recurrente hogar. Para sentirme entre los míos: los libros que, como los árboles, también viven de pie. Desde esas alturas y a través de sus grandes ventanales he podido dominar el jardín botánico que rodea a la biblioteca y he visto a los enamorados, hacerlo suyo, volverlo, sin ayuda de ninguna celestina, el jardín de Melibea.