Por: Rodolfo Naró
Hace unos días, la librería Clásica y moderna cumplió 75 años de vida. En ese lugar, ubicado en la Av. Callao de Buenos Aires, íbamos a comer Máximo Simpson y yo. Es mi lugar favorito, me decía mientras el hambre nos dirigía hacía sus platillos y sus libros. Máximo me citaba a la una de tarde en su casa, un pequeño y acogedor departamento en planta baja, atiborrado de libros y de plantas. A Máximo nunca le importaba ni el calor del verano ni el fresco del otoño, se negaba a subirse a un taxi, prefería caminar la docena de calles que hay entre Austria y Callao, íbamos despacio, él siempre del lado de pared, a veces cogido de mi brazo.
En Buenos Aires, la vejez se vive diferente que en México. Los viejos son más independientes, más activos, no dejan el final de su madurez en manos de sus hijos o sus nietos; conversar con Máximo era sentir que hablaba con alguien de mi edad, que no censuraba mis interrogantes. Platicábamos de libros, de mujeres y sobre todo, de poesía.
En Clásica y moderna, la librería que en 1938 fundó Francisco Poblet y que años más tarde, Paco, su hijo, decidió hacer de ella un centro cultural, con restaurant-bar, sacar los libros de los estantes y ponerlos sobre mesas, al alcance de todos, que aprovechó la caída de la dictadura y el retorno de escritores e intelectuales que poco a poco volvieron a darse cita en sus mesas de manteles largos y piano de cola en mitad del salón. El nuevo diseño de la librería tendría un foro para cantar tangos, presentar libros y disfrutar con los amigos. Máximo y yo ocupábamos siempre la misma mesa, la que nos tenía reservada el capitán de meseros que lo tuteaba y lo recibía sin ceremonias. Allá, poco existe el “don”, el “señor licenciado” o cualquier título, en Buenos Aires la sociedad es un poco más pareja y nadie se sorprende de doctorados ni senadurías.
La larga conversación que comenzábamos en nuestra caminata, continuaba en la sobremesa de Clásica y moderna, rodeados de los libros que sostuvieron la mirada de Borges y de Bioy. Aún recuerdo cuando, al final de una ensalada, le presenté mi poemario El antiguo olvido, y Máximo al azar abrió el folder y leyó: “Eres mi tierra, mi mujer / los hijos que tendré tú los tienes ya, / caminan por tu cuerpo desde que eras niña / y yo apenas sabía hablar. / He de llegar a ti con mi vida / hecha de toros de hierro, / arrastrando sonidos / derribando catedrales. / Sobre tus sienes construiré mi casa. / Sobre tu senda seguirá mi camino / y hemos de seguir juntos / a pesar de todo / a pesar de todo, / ni lo digo yo ni lo sabes tú”.
La repetición del penúltimo verso fue sugerencia de él, como también su publicación en Vinciguerra, una editorial tan clásica y moderna como mis conversaciones con Máximo, “traficante de furias y poemas, / introductor de hormigas melancólicas”. Hace un par de años Máximo Simpson festejó sus 80, escribiendo y pintando cuadros surrealistas. Volveré a nuestra librería, me dijo por teléfono, me tomaré un tequila, para recordar los casi veinte años que viví en México, en mi exilio voluntario.