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17 de diciembre de 2013

Por: Juan Pablo Vasconcelos

Sobre los 10 más corruptos para Forbes

Pudieron no ser 10. De hecho, la clasificación pudo abarcar millones, no agotarse nunca; con cierto gusto estético, se pudo conformar una lista interminable de nombres al estilo de las antiguas páginas blancas en las guías telefónicas.

O bien, más asertiva y minimalista, pudo anotar sólo a uno o dos, enfatizando la máxima, poética y abstracta, de que en una minúscula gota se reúne el océano todo. El mar que fue, es y será en esa muestra.

Por eso, ni el número ni en general la lista de Forbes sobre ‘los 10 mexicanos más corruptos de 2013’ es relevante, salvo para dos cosas: tener tema de conversación en los corrillos y cafés de los zócalos de México, donde la lista se corrige, se completa y se glosa con erudición; y para otra, no menos significativa: llamar la atención hacia uno de los más graves padecimientos nacionales: la corrupción.

Es verdad que, de acuerdo a la medición profesional de Transparencia Internacional, México se encuentra en el sitio 106 de 175 países, detrás de Malawi, Brunei y Djibouti, pero mejor que Honduras, Rusia o Madagascar.

Pero también lo es que la corrupción es menos un asunto de números y más de cultura, es decir, de lenguaje, prácticas y hábitos.

Por eso, que en la lista de Forbes sólo aparezcan políticos (Elba Esther Gordillo, Romero Deschamps, Raúl Salinas, García Luna, Granier, Yarrington, Moreira, Fidel Herrera, Montiel y Sota), únicamente enfatiza ese viejo consuelo tan nuestro, de que la ‘clase política’ es una clase aparte de la naturalmente honesta ‘clase ciudadana’ que somos ‘todos los demás’. Refuerza también el clásico de que los priístas (8 de los 10) resultan el emblema, el distintivo de esa clase; y encima, que esa corrupción está localizada principalmente en las entidades federativas y en los sindicatos (5 de 10 son exgobernadores, y 2 son sindicalistas).

Es decir, puro paradigma y percepción. Aunque bien ganados por otra parte. Sin embargo, no dejan de ser producto de una cierta tradición de ideas que se han ido transmitiendo de generación en generación y que asegura, como una droga preventiva, que todos los demás nos consideremos “salvados”, libres de cualquier mácula o remordimiento.

Siento por lo tanto, no compartir esa construcción ideal, esa realidad común. Si esos 10 o los millones o uno o dos, han hecho de las suyas (lo que en la mayoría de los casos no me consta, pero eso no es relevante para el argumento); si han cometido en público y en privado las faltas correspondientes; si en muchos casos han salido impunes; entonces los responsables, los cómplices, los delictuosos, somos otros. Somos otros.

 

*El autor es Magister en Gestión Cultural por el Instituto José Ortega y Gasset.

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