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2 de mayo de 2017

Por: Adrián Ortiz Romero

Hablamos todos los días de los gobernadores corruptos, del gobierno federal que gasta fuera de lo que le indica el Presupuesto de Egresos; hablamos también de empresarios que aceptan, promueven o conviven con la práctica de los moches; sabemos cotidianamente de funcionarios de cualquiera de los tres órdenes de gobierno a los que se les acusa de desviar recursos para las campañas electorales; y tampoco es la primera vez que se difunden videos de políticos y empresarios intercambiando dinero para campañas electorales. Vemos todo eso cotidianamente, además de presenciar cómo el árbitro electoral sufre de degradación crónica. ¿Y por qué no en lugar de indignarnos sin mover un dedo —en la acostumbrada doble moral mexicana—, hablamos de la cifra negra del costo de los procesos electorales en México?

En efecto, en materias como la criminología se conoce como “cifra negra” o “cifra oscura” a aquellos delitos que no se pueden llegar a cuantificar, y que por eso tampoco aparecen en las estadísticas oficiales o ciudadanas, por la sencilla razón de que ocurren pero no son denunciados ante autoridad alguna, y por eso no obra ningún tipo de registro sobre su incidencia, recurrencia, investigación, descubrimiento y acciones tendientes a hacer justicia. Estamos acostumbrados, pues, a escuchar sobre “cifras negras” en temas delincuenciales como los asaltos, los abusos sexuales, los secuestros, las extorsiones y otros delitos que por alguna causa nunca son denunciados ante la autoridad, y que por eso no pueden ser cuantificados ni perseguidos.

Pasa exactamente lo mismo con el costo de las elecciones. Podríamos atrevernos a decir que la violación a las reglas electorales es tan sistemática y profunda que podría incluso rebasar, por su gravedad y costo, a lo que ocurre cotidianamente con las violaciones a los reglamentos de tránsito en todas las ciudades del país. ¿De qué hablamos? De que, paradójicamente, tenemos uno de los sistemas electorales más avanzados y complejos del mundo, pero al mismo tiempo tenemos —como sociedad— una capacidad infinita para bordear los límites de la ley, para violarla, y para excederse en los mecanismos para la búsqueda del poder. Todo esto, a la larga, ha provocado un enorme problema de corrosión institucional de todo lo que tiene que ver con los procesos electorales. Veamos si no.



 

 

Era público que el ahora caído en desgracia ex gobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, se decía seguro de que el gobierno federal nunca procedería en su contra a partir de que él “le había metido” varios miles de millones de pesos a la elección presidencial de 2012. A estas alturas, es seguro que el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto no habría procedido en su contra, de no haberse generado un clima de opinión tan profundo y unánime en contra de las acciones ilegales y la impunidad que se le estaba profiriendo a Duarte de Ochoa.

Junto a él, podemos ir a los ejemplos de cualquier otro de los 16 ex gobernadores que hoy enfrentan problemas con la justicia por sus excesos. Es cierto que en mucho tuvo que ver su ánimo personal de enriquecerse. Pero si se hurga un poco se podrá ver que en todos los casos, sin excepción, alguna parte de esa corrupción y desvío de recursos estuvo encaminada a “invertir” recursos en procesos electorales de sus mismas entidades o en otras. Sólo así se explica por qué hay gobernadores que en los últimos tres lustros se convirtieron en patrocinadores, mecenas y líderes morales de otros gobernadores, en una carrera escalonada que se puede ver hasta por coordenadas.

Por ejemplo, los primeros gobernadores que tuvieron los amplios márgenes presupuestales de maniobra de principios de la década del 2000 se dedicaron a incidir en los procesos electorales de otros estados en los que tenían interés. Así, por ejemplo, Javier Moreno Valle se convirtió en mesías de varios mandatarios a los que financió como candidatos; Ulises Ruiz hizo lo propio con varios gobernadores, como fue el caso de Roberto Borge en Quintana Roo; como lo hizo Juan Sabines también con varios mandatarios —incluyendo a Gabino Cué—; y cómo esa se convirtió en una práctica infinita y recurrente en la que el leitmotiv era la “inversión” de recursos públicos para influir en el resultado de las campañas electorales.

CIUDADANOS, CÓMPLICES

Sin embargo, esa corrupción y esa alimentación macro de la cifra negra del costo de las elecciones que se ha impulsado desde el propio gobierno, se repite, y quién sabe en qué medida, en las relaciones entre el poder y el mundo empresarial, a todos los niveles.

¿Cómo consiguen los candidatos recursos en efectivo que sirven para la movilización de estructurales electorales —cuestión que también es ilegal pero que ocurre a plena luz del día, como un ejercicio casi natural de los partidos por medio del cual sacan a las calles a sus votantes cautivos para asegurarse que sufraguen como ellos quieren—, para el transporte en aeronaves, para la compra de despensas, enseres y demás objetos que utilizan como mecanismos de coacción del voto?

Lo hacen, evidentemente, a través de la corrupción. Estamos acostumbrados a escuchar que una elección “vale X cantidad de dinero” independientemente de lo que aporta el presupuesto público —y que ya de por sí es muchísimo dinero—, y a simplemente no preguntarnos de dónde salen esos recursos, y a cambio de qué son pedidos y entregados.

¿Que a cambio de qué son dados y pedidos? Obvio: a cambio de beneficios indebidos; a cambio de asignación discrecional de obras, contratos y servicios; de aceptación de que éstos se realicen a costos inflados, superiores a los del valor del mercado; o a cambio de que, al llegar al poder, la autoridad no voltee la mirada ni esté atenta a “ciertas actividades” que son del interés de los financiadores, pero que pueden ser incluso ilícitas.

Todo eso implica la corrupción en los procesos electorales, y por eso hoy nadie puede saber cuánto vale en realidad una elección del tamaño de la del Estado de México, o cuánto podría llegar a costar —entre cifras visibles y datos negros— un proceso como el presidencial del año próximo. Es imposible saberlo porque ni siquiera los partidos que abanderan a Delfina Gómez o a Alfredo del Mazo, o a cualquiera otro de los candidatos a Gobernador del Estado de México, saben bien a bien cuántos recursos se movilizan, cuántos compromisos lícitos e ilícitos se pactan a partir de los recursos que particulares les entregan sin control y en efectivo o especie, ni cuánta gente se involucra “a cambio de algo” en las labores proselitistas. Si hoy no pueden llegar a saber ni cuánto puede llegar a costar realmente la elección en su partido o con su candidato, difícilmente podrían llegar a tener una cifra total del costo real de esa elección. Aunque en todo eso exista una sola certeza: la cifra, de lograr conocerla, sería estremecedora y escandalosa.

NO HAY COMPROMISO

En México estamos en un callejón sin salida: el multimillonario gasto que se destina del presupuesto a los procesos electorales, creció tanto ante la desconfianza mutua de los recursos privados que se reciben para las campañas. Aquí, pues, no se hacen recaudaciones entre ciudadanos interesados en un mejor gobierno, sino entre todos los que desean algo de él y deciden “invertir” su dinero a cambio de algo. Desde empresarios hasta narcotraficantes o criminales. ¿Que deben ser menos costosas las elecciones? Todos estamos de acuerdo. ¿Pero cuándo habrá el consenso y el compromiso de eliminar las cifras negras y de ajustar los procesos electorales a las reglas más básicas de la equidad y el respeto a las normas de la contienda? En México, quizá nunca.

proceso-electoral-elecciones AL MARGEN Adrian Ortiz Romero

 

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