Es la Cultura

“Desde muy pequeños, nos enseñan que los muertos nunca nos dejan.

Conservan incluso sus gustos mundanos, revisitan sus lugares preferidos.

Nos cuidan, nos consuelan. Nos esperan”.

 

Una sencilla bienvenida

(www.eloriente.net, México, a 29 de octubre de 2018, por Juan Pablo Vasconcelos @JPVmx).- Nuestra celebración de muertos no es un espectáculo, no merece rebajarse a una puesta en escena. Tampoco es cosmética ni persigue ningún éxito de ventas. Se equivocan quienes fijan sus prioridades en la ocupación o en el espanto. Su atractivo es otro. Ni siquiera es atractivo: es un sentimiento profundísimo, que combina el recuerdo con el amor, el miedo a morir con el miedo a vivir, la soledad con la esperanza de que algún día volveremos a verlos.

Tampoco creo que la opulencia, ese símbolo extremo del consumismo, tenga que ser el camino.

Un durazno. Recuerdo que con un durazno mi amigo José Luis recibía a su abuelo el día de los muertos. Lo escogía cuidadosamente en la frutería de Oscar, pues justo allí había pasado algunos de sus mejores instantes con el viejo, fallecido cuando nosotros todavía no entrábamos a secundaria.

Llegaba con el durazno envuelto un par de días antes del primero de noviembre y previo a comenzar las clases, muy temprano, se paraba junto a su silla para decirnos lo mucho que le gustaban a su abuelo los duraznos. Y a partir de allí, como si se tratara de una especie de ritual, cada uno de nosotros decía en voz alta, muy alta, el nombre de alguna persona querida que se nos hubiese adelantado. Nadie se atrevía ni a mofarse ni a permanecer indiferente. El eco llenaba el vacío del aula y el momento solo era interrumpido por el toque del timbre.

¿Qué más puede ser suficiente? ¿Qué más puede ser necesario para recordarlos?

¿Una luz? Quizá una sencilla luz en la mesa de centro. Un reflejo en la pared mientras estábamos distraídos en la sala de la casa y sentimos un breve escalofrío que nos recorre la espalda, nos toca casi el hombro izquierdo y nos cosquillea por la nuca. Pero lejos del temor, nos reconforta pensar en la posibilidad de que no nos abandonan. Sería terrible pensar siquiera en que nos han dejado solos, a nuestra suerte.

En la inmensidad del universo, nos decimos, se les alcanzará y volveremos a sentir aquella alegría de los domingos, cuando solíamos andar por las laderas y respirar el aire limpio del campo. O revivir el tono de cuando él o ella pronunciaba las letras de nuestro nombre, o mejor aún, del sobrenombre, y nuestros defectos les pasaban desapercibidos y sentíamos la confianza de contar siempre con alguien.

Anda por su foto. La más alegre. No se ha inventado una mejor manera de recordar a alguien, que la alegría. Cuánta provoca aún la remembranza de su abrazo o las carcajadas de un mediodía.

Dicen que la memoria o la atención hacia el pasado genera tristeza, un cierto pesar que nos anuda la garganta. Pero con los muertos es distinto. Ellos habitan en ese pasado que somos. El tiempo de los muertos es el pasado. Por eso, cuando llegan el primero y el dos de noviembre traspasan a una dimensión, al presente, donde por ahora permanecemos. Y en ese traspaso también nosotros nos reconciliamos con lo que fue.

Si fallamos con ellos, les pedimos perdón. Si alguna vez nos hizo falta decirles la emoción que causaba su compañía, se los reiteramos junto a donde descansan sus restos; si les deseamos una dicha, la dicha toda la reunimos en un pedazo de chocolate o en una sencilla mandarina, para que vengan por ella.

Y vienen. Vienen porque los traes. Como a los vivos.

Es verdad que uno vive en el corazón y en la mente de quien lo ama y lo recuerda.

Una gran amiga me hizo feliz durante muchos años, sabiéndola a la distancia.

Tenía la seguridad de que ante cualquier vicisitud o conflicto, ella estaría a mi lado. Pasaron muchos años sin vernos, sin hablarnos. Quizá solamente intercambiamos algún mensaje rápido en el cumpleaños y a veces tampoco eso. Pero ella y yo lo sabíamos: pondríamos el cuerpo si fuera necesario el uno por el otro.

Pero ella murió.

Ahora tampoco nos vemos, ni nos hablamos, ni nos intercambiamos mensajes. Solo está la certeza de la muerte. ¿Algo ha cambiado? ¿Algo realmente ha cambiado?

El año pasado por estas fechas fui a la capilla donde están sus cenizas. Le di lo único que hubo entre nosotros durante los últimos años: silencio. Un silencio absoluto, simbólico, un gran silencio. Fue cuando se pudieron agolpar las imágenes de la niñez, el momento en que ella cantaba a todo pulmón su canción preferida, frunciendo el seño con cierta pasión, hallando por fin a la artista que traía dentro.

Yo podía ver a esa artista. Por eso nos quisimos hasta el final.

De alguna manera, de esto se trata la tradición. De vernos por dentro. De alcanzarnos a revisitar, porque sabemos que en el pasado se nos han perdido instantes, sucesos, talentos, proyectos, personas. Todo lo inerte de nuestra existencia. Sin embargo, lo dejado en ese tiempo sigue con nosotros y sus rostros son una huella imborrable, y su aliento aún empuja las tareas cotidianas que emprendemos: hazlo por él, hazlo por ella, nos decimos en la intimidad, y esa energía enciende el entusiasmo, el último esfuerzo.

Qué poder tienen los muertos.

Le dan sentido al níspero sobre el altar. Al sombrero de la calavera. Al color amarillo.

Cada uno es libre de recordarlos como quiera. Sin embargo, tal vez la mejor manera es darles lo que les falta, aquello que les movió a llorar un sábado por la noche, agazapados en el árbol frondoso de enfrente de la casa; o a tomar la determinación de cambiar alguna conducta, un vicio, un hábito, un reiterado equívoco, para lanzarse a la búsqueda de algo mejor para sí mismos; aquello por lo cual les vimos lograr una cumbre, traspasar sus límites.

Darles lo que les falta: la vida.

Que es el amor.

Una sencilla bienvenida.