Por: Bruno Torres Carbajal

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Amigo es alguien en quien se puede confiar porque se le conoce. Se supone con él una convivencia agradable, que se disfruta pese al tiempo y la distancia. Al menos desde que tengo uso de razón, se le ha otorgado el carácter de “verdadero”. Es decir, un amigo verdadero es el sujeto de una relación auténtica. No obstante, el hecho de otorgarle el carácter de verdadero, implica que hay una versión contraria, algo así como amigos falsos. Y lo cierto es que en la esfera política se previene que abundan.

¿Qué sentido tiene este discurso? Se preguntará el lector. Sobre todo en tiempos en que demandamos de los analistas políticos seriedad en los contenidos que elaboran. Diré que es sumamente pertinente y por ello habría que volver a los clásicos como Lisis de Platón y Lelio de Cicerón, diálogos que ilustran la importancia que para la vida pública de los antiguos tuvo la amistad. El concepto de virtud la acompañará legitimándola.

En el Laelius de amictia, el disertador principal, que no deja de ser Cicerón,  establece que “la amistad no está enfocada a un determinado fin, sino que abarca prácticamente todas las situaciones de la vida”. En efecto, la vida política es un ámbito muy importante de la vida humana; quizá el que despierte mayores entusiasmos y decepciones. Pero se tiene por sabido el peligro de ser político, ya que se deshumaniza la naturaleza del oficio. El costo de contribuir a mantener el orden en la convivencia social es alejarse de una amistad auténtica y caer en el lugar común de llamar a todos “amigos” por convención. Si no, pregúntenle al político más cercano.

La política demanda buenos políticos, no precisamente tipos de liderazgo formados en convicciones éticas, se ha dicho. No obstante, quiero plantear aquí la posibilidad de hacer política anteponiendo al menos una base ética, que para mí tiene que ver con la amistad en su sentido más amplio. Dado que ésta se relaciona con la idea de consenso —ponerse de acuerdo deliberando— puede mejorar la vida política. Y no se desvíe la atención hacia lamentables situaciones en las que los políticos devienen facciosos que se otorgan los cargos sin mérito o se cubren las espaldas por ambición de poder y dinero.

Me refiero a que considerar aspectos de la amistad verdadera en nuestra participación política nos ayudaría a cambiar nuestra forma de entender el ejercicio del poder y la responsabilidad de los ciudadanos frente a él. Y de forma sencilla, podríamos seguir el precepto de Lelio: “la amistad verdadera no cuida de devolver los favores únicamente en la medida en que los ha recibido”. Podríamos empezar por desterrar de una vez por todas la costumbre de retribuir favores. Más bien, deberíamos ayudar por la simple convicción de que las cosas mejoren, y no sólo cambien.

Creo que —de reconciliar el concepto de amistad con el de política— ganaríamos una actitud más humana para mirar los problemas de la sociedad en su conjunto. Superaríamos, en este sentido, la repetición de lugares comunes del tipo: un colaborador está por encima de un empleado por su honestidad o que la lealtad, en tanto que cualidad de la amistad, reditúa en los círculos de poder. Empecemos otorgándole valor al otro, luchando contra el individualismo y especialmente cultivando la virtud como un asunto de mutua admiración. La política, no cabe duda para mí, tiene que ver con las palabras de Lelio respecto a Escipión: “En su amistad encontré el consenso en los asuntos públicos, el consejo en los privados y un descanso lleno de deleite”.