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2 de octubre de 2013

Por: Rodolfo Naró

Todos tenemos un familiar o amigo cercano que estuvo en la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Cuando conocí a mi tío Rafael, primo de mi padre, ya era sacerdote. La vocación le llegó en la década de los setenta, pero desde el Concilio Vaticano II celebrado entre 1962 a 1965 comenzó a cuestionarse.Conoció a Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca y estuvo atento a la Teología de la Liberación. El detonante para tomar los hábitos fue Tlatelolco. Tenía 26 años y estudiaba en la Facultad de Contaduría. Todo el año 68 estuvo siguiendo los movimientos de París, de Praga. No se perdió ninguna manifestación de julio, agosto, septiembre ni el mitin convocado para el 2 de octubre, al cual llegó desde temprano porque vivía en el edificio 10 de la misma unidad habitacional. Vio como la policía ponía las barricadas para proteger la entrada de los edificios, las mismas que servirían de cercos para contener a los manifestantes y evitar la desbandada. La cita fue a las 17.30, apenas se alcanzaron a leer los seis puntos del Pliego Petitorio del Consejo Nacional de Huelga formado por maestros y alumnos de más de una docena de escuelas normales y universidades del país. Antes de las siete de la tarde sonaron los primeros disparos. Eran más de diez mil personas las concentradas en la Plaza de las Tres Culturas, en su mayoría jóvenes, pero también había niños, abuelas, familias completas, vendedores ambulantes, vecinos. Desde ese momento ya no supe de mí, nos contaba el tío Rafael. Tratando de huir la turba me llevó y nos aplastamos contra las barricadas, buscábamos una salida, guarecernos en los edificios, aunque las balas venían de ahí, salían de todos lados. Por fin rompimos los cercos, y antes de subir por los ascensores, vi cómo tiraban a las mujeres del cabello, disparaban a quema ropa a los que estaban tirados en el suelo. Pisábamos la sangre como si fueran charcos de agua.

Adentro del edificio tocamos en las puertas de los departamentos pidiendo ayuda. Huíamos de los balazos. Afuera había helicópteros sobrevolando, tanques de guerra a punto de disparar, después supimos que más de cinco mil soldados del ejército estaban dispuestos a matarnos. Los gritos y el llanto de terror venían con nosotros. Una señora en un séptimo piso del edificio Chihuahua nos abrió la puerta, nos escondimos en el baño. Éramos más de veinte. Entramos como pudimos. Oíamos las metralletas desbocadas, las botas de los militares como una estampida por las escaleras, derribaban las puertas con la culata de sus rifles. Allanaban las casas, buscando. Un milagro evitó que entraran a donde estábamos. Salimos hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Fuimos más de veinte hacinados en un baño. Había tres ancianitas siempre a punto de desmayarse. Unas jóvenes que nunca pudieron controlar el llanto y la histeria, más de un camarada se orinó o se cagó encima. Salimos a las nueve de la mañana, vomitados, sucios, aun temblando a la calle. La Plaza de las Tres Culturas estaba impecable. No había rastros del mitin, ni de sangre, la limpieza había sido simultánea, sin embargo, en el aire seguía el olor a muerte.

A Jalisco, en aquellos días llegó la noticia de que un grupo de comunistas querían arriar la bandera de México en el Zócalo para izar la de Rusia. Se trató de tergiversar la información de un movimiento sin pies ni cabeza donde nadie supo quiénes eran los buenos y quiénes los malos. El gobierno fue juez y parte. Nunca emitió una versión oficial, ni dio explicaciones. No ha permitido que los libros de texto de educación básica recojan los hechos. Comenzó el terrorismo de estado, la Guerra Sucia. Yo conocí la versión extraoficial hasta cuando se cumplió el décimo aniversario de la matanza. Mi padre por ese tiempo era presidente municipal de Tequila y quiso hacer un modesto homenaje a los caídos. Invitó al tío Rafael a dar una plática de lo que él había vivido en esa fecha y como estaba recién ordenado sacerdote, pidió permiso en la parroquia para oficiar una misa y ofrecer un minuto de silencio. Ha sido uno de los mejores sermones que he escuchado en mi vida. Sus palabras zumbaban como balas y el minuto de silencio se prolongó en un fuerte aplauso. Por primera vez escuché los nombres de Heberto Castillo, José Revueltas. Los tres días que el tío Rafael estuvo en mi casa nos contaba sus batallas perdidas, decía él. Yo siempre dudé que fuera sacerdote, aunque hablaba con tono pausado típico de los curas, su mirada era de una vitalidad de guerra.

A 40 años de ese 2 de octubre, de por lo menos 400 muertos, 6 mil detenidos y desaparecidos. Donde todos perdimos a un hermano mexicano en un movimiento que ahora parece ser concesión de un grupo político y en el que gran parte de las nuevas generaciones no se reconoce o le parece ajeno, la fecha ha quedado como un símbolo para el Distrito Federal, capital de un país dividido, donde cada región y cada estado ha vivido ya su propia matanza.
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com

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