(www.eloriente.net, por Rodolfo Naró, México, 2o de abril del 2015).- Ayer tuve una regresión a mi infancia. Un sueño que poco a poco se fue tornando en pesadilla. Una alucinación angustiante de escenarios surrealistas, oníricos, profundos como un laberinto a ojos cerrados. En mi sueño también era de noche y viajaba en metro. Llevaba en las manos tres iPads que debía de entregar al final de mi viaje, una de ellas era de mi amigo Juan Pablo Vasconcelos. En un descuido, dejé los aparatos en el asiento de al lado y luego me dije: mejor póntelos en las piernas, se te van a olvidar. Sin embargo, confié en mí y seguí sin preocupación.

Era el metro de la Ciudad de México, ni siquiera el tren de Harry Potter, lo comprobé al bajar en la estación Pantitlán; y en el momento justo en que escuché cerrarse las puertas, tenía las manos vacías y mientras el convoy arrancaba, vi por la ventanilla las tres iPads sobre el asiento, tal cual las había dejado. Mi reacción, nada lógica, fue cambiarme de anden para alcanzar ese tren. Corrí a largos pasos en la dirección contraria y al llegar a lo que debería el otro lado del metro, bajé las escaleras eléctricas y me encontré en el interior de un Sanborns, cerrado, porque ya era casi la medianoche.

Los anaqueles de la tienda estaban cubiertos por gruesos plásticos y había cintas amarillas como las que usan en los peores asesinatos de CSI, impidiendo el paso. Cruzaba la tienda para volver al metro y como si fuera el Sanborns universal, se multiplicaban los pasillos con anaqueles cubiertos. Mi reproche seguía siendo el mismo, te lo dije, Rodolfo, no dejes los iPads en el asiento de al lado, se te van a olvidar. Póntelos en las piernas. Si ya sabes que siempre te pasa y olvidas esos detalles, por qué no lo hiciste.

Al llegar por fin a la puerta de la tienda, le preguntaba al vigilante por dónde llegaba al metro y el hombre que me resultaba conocido me señalaba otra escalera eléctrica. Corría hacia ella y al llegar a la planta baja dieron las 12 de la noche. Un reloj de campana anunció la hora en el interior de mi oído. Mi sorpresa casi me llevó al delirio. No puede ser, me decía, el tipo me engañó. No estaba en la estación del metro, sino en el foro de un teatro, en el ensayo de un coro de niños vestidos con uniforme típico de colegio. Llegué en el momento justo, cuando el profesor los acomodaba. Yo no atiné a decir buenas noches, crucé el escenario y a la mitad de mi camino, los niños me impidieron el paso. Era como un rebaño de ovejas que no cantaban ni balaban, reían. Me miraban y reían al tiempo que mi celular sonaba y en la pantalla se desplegaba un nombre: Juan Pablo Vasconcelos.

Intenté tomar la llamaba y no pude, presioné el botón y la llamada no enlazaba. Maldito Telcel, sigue siendo una mierda, me dije. El iPad, recordé, seguro que me está esperando y quiere su iPad. Rodeado de ovejas con piel de niño, transpiraba, sentía que me asfixiaban, que se me trepaban por la cabeza cuando el director del coro gritó: ¡Apague ese celular! Y con su batuta, como espada de Darth Vader me señaló la cabeza. Estaba furioso, colérico, transformado en un verdadero director de orquesta. Con la misma espada me señaló la puerta de salida.

Ya sin el celular en la mano, abrí ambas puertas del aforo y mi última sorpresa fue que tampoco llegué al metro ni a la casa de mi amigo, no había iPad en mi memoria, no había teatro ni niños, ni Sanborns ni recuerdo del pasado, estaba en la plaza de Tequila, rodeado de toda la armonía de mi infancia. Todo era tan real. Veía el kiosco, los árboles, las bancas. Respiraba hondo, tranquilo y cuando por fin iba a dar un paso para cruzar ese horizonte de felicidad, una mano me jalaba de la oreja. Era el señor cura que me llevaba de regreso a misa.

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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Del rojo al púrpura, un clásico de este siglo, vuelve más púrpura que nunca |  www.rodolfonaro.com

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