(www.eloriente.net, México, a 20 de octubre de 2016, por Bruno Torres Carbajal*).- La imagen causa escozor. Siete personas (una asesinada) con las manos amputadas deambulan por calles de Tlaquepaque, Jalisco. Sollozan y gritan, sufren estado de shock. Bolsas de plástico les cubren los muñones ensangrentados, se observa la leyenda de “ratas” sobre sus frentes. Hay dos bolsas con los miembros amputados. Sobre el muerto se lee una advertencia firmada por el “Grupo de élite antirratas», el mensaje es: «Esto nos pasó por rateros». Según las autoridades los mutilados formaban parte de una célula criminal del Cártel Jalisco Nueva Generación (el mismo que en mayo de 2015 bloqueó 39 vías de comunicación y derribó un helicóptero militar en ese estado del país), y todos tienen antecedentes penales.

Por atroz que parezca la imagen no es atípica en México. La guerra contra el narco, funesta época que hemos vivido los últimos diez años, no ha terminado y cobra visos de horror en determinadas zonas del país. Sin la misma narrativa, con un lenguaje atenuado respecto al incremento de la violencia, con una estrategia presumiblemente diferente, el gobierno de Peña Nieto no la va ganando. El mes pasado, una emboscada del Cártel de Sinaloa en Culiacán dejó un saldo de cinco soldados muertos y otros heridos cuando acompañaban el traslado de un delincuente a un hospital. El secretario de la Defensa Nacional condenó el ataque y llamó bestias a quienes lo perpetraron. El ejército mexicano fue humillado por un grupo de criminales una vez más.

La violencia en México es un problema estructural. No se trata de hechos aislados. Que un grupo de narcomenudistas sean mutilados por un jefe criminal o que un convoy del ejército sea acribillado son consecuencias de un clima político y social descompuesto. Como dice Ricardo Raphael: “cuando la política se descompone, la violencia crece”. El problema que México enfrenta es más grave y profundo que las imágenes dantescas que nos transmiten por televisión e internet, se trata de la falta de capacidad institucional para garantizar condiciones de seguridad y justicia para la población. No podemos afirmar que vivimos en un país de leyes si un delincuente asume el derecho de amputar a sus secuaces por no pagar la droga que vendieron; tampoco si la institución más leal al país se bate en condiciones de incertidumbre legal, que ponen en duda su actuación cuando se les acusa de violar derechos humanos, aunque sus elementos también sean heridos y asesinados por el crimen organizado.

La narrativa sobre la violencia de los últimos años se ha construido sobre conceptos nuevos que no describen realidades concretas. Al tema dedicó un gran libro Fernando Escalante Gonzalbo, El crimen como realidad y representación (El Colegio de México, 2012). Cuando se habla en los medios de comunicación de sicarios, de halcones, del control de la plaza, de un ajuste de cuentas, se recurre a un nuevo lenguaje en referencia al crimen, el cual dificulta el análisis de la situación presente, toda vez que hay un catálogo de términos que obedecen a una realidad que apenas vamos conociendo. ¿Cómo denominar al crimen de que un jefe criminal mutile a sus secuaces por haberlo traicionado? ¿Es un ajuste de cuentas o la amputación de catorce manos? Es un horror. Los mexicanos enfrentamos condiciones de inseguridad generalizada que nos hacen vulnerables frente a personas sin códigos de conducta. No hay respeto por la ley.

Un compañero del trabajo se fue a su casa a las cinco de la tarde. Tomó el camión desde el metro Politécnico, al norte de la Ciudad de México. Después de unos minutos un joven nervioso se sentó a su lado, recibió una llamada, le dijo a su interlocutor que lo esperara diez minutos, “ya estuvo, no te muevas, espérame en la gasolinera”; acto seguido se levantó de su asiento y le disparó dos veces al conductor de la unidad que iba platicando con su novia, a ella le quitó el celular y se apeó enseguida. Los pasajeros no entendían qué pasaba hasta que el camión se estrelló contra un poste en esos minutos de incertidumbre y angustia. Los hechos ocurrieron en la Delegación Gustavo A. Madero.

El México que vivimos y padecemos no es el que vivieron nuestros padres ni nuestros abuelos. Todos hemos padecido al menos las imágenes de esa violencia atroz. La que se transmite todos los días por televisión, la que se observa en cualquier portal de noticias en internet, la que se analiza poco porque todo sucede tan rápido y hay tantas versiones sobre los mismos hechos que resulta dificilísimo procesarla, organizarla y entenderla. Sí sucede, sí hay estadísticas que al final reflejan tendencias al alza y a la baja, períodos, pero hay una violencia mortal allá afuera. Hay miles de historias mutiladas por el crimen, pero antes que eso, hay un país en el que la ley, citando al senador Emilio Gamboa, se viola todos los días. Y si eso pasa en la cámara que representa nuestro Pacto Federal, no esperemos que en las calles sea distinto.

México, ¿en qué infierno vamos?

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