Chile shigundu, Miguel Ángel Sicilia Manzo. Banco de imágenes Conabio.




 

El shigundu uno de los sabores de la cocina istmeña
Por: Aurora Toledo Martínez*
En la cocina comienza la vida; vida que la madre lleva en el vientre a la que alimenta con los aromas y sabores de los diferentes ingredientes que consigue en el campo. En el Istmo de Tehuantepec nacemos en casas donde la separación de los espacios no existe, entonces el humo del fogón se encarga de llevar los aromas por toda la habitación –que es una casa completa–, se enreda en la hamaca, en los petates, en los catres, en las camas de penca; los olores van marcan do cada célula de los que ahí crecen. Cada aroma cuenta una historia diferente.

 

Yo nací entre esos aromas de la selva Chimalapa, que habitan los zoques, y crecí entre los fuertes vientos que soplan del Océano Pacífico, ahí donde moran los zapotecas del Istmo de Tehuantepec. Entre unos y otros el chile shigundu siempre ha seguido el mismo camino, un condimento que salta de territorio en territorio, porque su particular sabor se impregna y guía nuestros gustos de casa y campo, de tierra, de rastrojos y milpas. El aroma del chile me persigue, soy cocinera por gusto y pasión, y sé que un buen chile siempre da sabor al caldo. Por eso, es del shigundu del que quiero contarles.

 

La región del istmo oaxaqueño es la parte más estrecha de mi país –cintura continental, como dirían algunos estudiosos–. Por su ubicación al sur, frente al mayor océano de la Tierra, es una región con vegetación abundante, con intensos vendavales que ayudan a la reproducción del plancton y que también favorecen la proliferación de diferentes especies marinas. Un espacio geográfico donde conviven más de cinco grupos étnicos y un puerto marítimo –el de Salina Cruz–, por donde llegó gran cantidad de mercancías que las colonias extranjeras asentadas en la región mandaban a traer y que poco a poco se fueron sumando a la gastronomía de esta región. Así, sus sabores y texturas se mezclaron con los nuestros. Lo mismo ocurrió con aquellos productos que viajaban de sur a norte y viceversa, y que por la benevolencia del lugar se quedaron, sumándose a los de esta tierra.

 

De todo ese sincretismo surgió una gastronomía rica y variada, un mosaico de sabores entremezclados sabiamente: dulzón, suave, con cierto picor.

 

Pero hay un ingrediente en la cocina original del Istmo, que está grabado en esa memoria gustativa de la gente de la región. Me refiero al shigundu o gui ña shigundu (chigundo en castellano), un chile pequeño, picoso, con cierto amargor, que crece de manera silvestre en los rastrojos, en las milpas y en ocasiones en algunas casas.

 

En el Istmo somos contadores de cuentos e historias, algunas reales y otras invenciones que surgen de algún lugar de nuestro imaginario. Una de ellas, que ahora se ha vuelto mía, dice que quien robó el fuego a los dioses fue el tlacuache y se lo regaló a la mujer, porque intuyó que sería la mejor cuida dora; esta lo llevó a guardar, lo escondió en la casa y por supuesto lo cobijó en la cocina, en el horno de comiscal (1) ahí lo protegió, lo cuidó, lo atizó y lo alimentó para que fuera expandiendo su calor a las paredes del horno.

Desde entonces la mujer cuece ahí sus totopos, y también esconde el fuego en su cuerpo, en sus caderas; en su huipil lo porta en esos hilos amarillos y rojos, en su cuello y orejas, en ese oro que se cuelga.

Con el maíz cocido hace la masa e inicia su artesanal tarea. Primero las memelas, que son las que resistirán el fuego más alto, luego las lenguas de vaca (ludxhivaca)(2), gueta (3) redonda. Así, el horno va suavizando su calor y llega la hora de pegar en las paredes los totopos, que son las tortillas más delgadas, grandes, medianas o pequeñas, todas perforadas simétricamente con agujeros pequeños, medianos o diminutos para que la humedad de la masa se escape y por sí mismos se despeguen, entonces tenemos unas tortillas tostadas y crujientes. Cuando la mujer ha terminado de hacer sus totopos vuelve a mover las brasas, a entrar en una charla sutil de agradecimiento con el fuego y alegría por su presencia en casa; agrega unos trozos más de leña y despide su jornada.

 



A la llegada de la aurora, la mujer vuelve al horno, mueve las brasas, sopla y siempre en alguno de los trozos de carbón el fuego espera. Se inicia el diálogo, ese trozo de braza viva es la encargada de iniciar de nuevo el ciclo. Ahora en el fogón los leños secos, junto con las ramas, esperan: el comal, la olla de frijol, el pescado seco o camarón oreado, la jarra de café, un pedazo de tasajo oreado colgando del mecate. El molcajete, también listo para moler los chiles shigundu, que del campo se trajeron el día anterior, la sal de grano, un diente ajo, unas gotas de agua, limón o vinagre.

 

—¿Por dónde comienza la vida abuela? –pregunté un día.
—Por la boca hija, por la boca –me dijo.

 

En la cocina es donde yo espero a los míos, aquí es donde comienzan mis lecciones, la historia de mi pueblo, de mi gente, de los que estuvieron antes que nosotros, de las grandes cosechas, de los cultivos de sorgo, maíz, arroz, caña y en medio de todos esos cultivos, en el camino donde la gente pasaba estaban las matas de shigundu, ese sabor especial encerrado en un chile tan pequeñito.

 

Algunos dicen que lleva ese nombre porque sus hojas se marchitan pronto; otros, porque aparece de repente, por temporadas; otros más, porque fue el segundo chile que probaron los europeos. ¿Cuál será la verdad? No lo sé.

 

Crece en mata, fresco, a la sombra de la milpa de maíz, frijol y calabaza; se relaciona con los ciclos de la lluvia, con los mismos árboles que sirven de casa a los pájaros –los encargados del consumo del shigundu, cuyas semillas después defecan y propagan por diversos lugares–. Uno de ellos es de color amarillo que con su canto anuncia la llegada de un visitante, el pájaro de la alegría –pues quién no se alegra por la visita esperada de los hijos, de algún invitado que siempre da motivo para una reunión en la cocina–. Algunos lo nombran chitugui, otros le dicen Luis.  Este es el que consume como alimento favorito el chile shigundu. Por todas estas razones es que son tan sabrosos; en la cocina se combina con el tomate, el queso, los caldos, los tamalitos de frijol, el atole, los frijoles y, en temporada de lluvias, con el guisado de cuanahuini. (4)

 

Es en esta temporada cuando su florecimiento es más abundante y alcanza para beneficiar tanto a los de casa como a otros. Los hombres lo traen del campo y la mujer se encarga de venderlo en los mercados. Podemos en encontrarlos en algunos puestos, con las señoras que venden productos locales, los ponen en botecitos de cristal con dientes de ajo, sal y vinagre o solamente secos para incorporarlos a las salsas o guisos cuando se requiera.

 

Es utilizado en la cocina de diferentes maneras. Cuando se prepara el queso fresco y la cuajada, se muelen en el molcajete unos cuantos chiles con un poco de sal y se revuelven con la cuajada para que los dos compartan sus sabores. También se usa para preparar salsa de tomates de campo, primero se muele el ajo con sal y luego con los tomates. Cuando se cosecha el maíz tierno y se prepara atole de elote, el shigundu se muele con unas gotas de agua para agregarle al atole antes de tomarlo. En el caldo de res, al servirlo se agregan dos o tres shigundu y se destripan con la cuchara para que suelten su picor.

 

También podemos consumirlo de manera directa, cuando damos una mordida al totopo remojado en la taza de café, con un pedazo de queso fresco o seco. Así se genera una explosión exquisita de sabores.

 

Es un chile silvestre, muy pequeño, redondito, picante y con cierto toque a veces amargo, aunque esto aumenta esa ricura. Su color es verde, al estar en crecimiento, y al madurar, su color va desde amarillo y naranja, hasta rojo. Su origen es muy rústico, y ha perdurado porque la gente aún sigue cultivando la tierra, y con eso la prepara para recibir de los pájaros la semilla del shigundu; porque los campesinos siguen sembrando –aunque cada vez menos– y la gente lo sigue consumiendo en sus cocinas, aunque al igual que tantos productos del campo corren el riesgo de extinción si las lluvias escasean, si los campos dejan de cultivarse.

 

En la cocina siempre acompaña a las mujeres y en el momento menos esperado se hace presente, toma su lugar en la charla y nos salpica con ese picor de ingrediente mágico. Las risas surgen, jugamos un poco con el tema y luego compartimos cómo sacarle su mejor sabor al chile: “Ponle un poquito de vinagre”, “pásalo por la lumbre, pero sin quemarlo”, “salpícalo con un poco de agua de mar antes de ocuparlos”. Dice una amiga: “la salsa tiene que ver mucho con la forma de ser de la persona, con su chispa, con su temperamento, con su gusto por la vida. Tápalos, fríelos, ásalos, macéralos, machácalos, desvénalos, frótalos, córtalos en rebanadas, en cuadritos. Cualquier clase de detalle es importante para ese fin”.

 

Aurora Toledo Martínez es una mujer istmeña, cocinera por herencia y elección. Zoque-zapoteca, originaria de San Miguel Chimalapa y crecida en Asunción Ixtaltepec, Oaxaca. Así cuenta su historia:

 

Soy la séptima de nueve hijos en la familia materna; la doceava, en la paterna; madre de dos y abuela de uno; mujer de un michoacano. Para mí la cocina comenzó como un juego, como una gracia, como una exploración al espacio sagrado de la casa, donde se espera la vida con un chocolate espeso cargado de recaudos para apurar el alumbramiento. Es el lugar donde ocurren las mejores pláticas. Como herencia de mi género, así lo he vivido durante todos estos años, dejándome guiar por los aromas, descubriendo a través de muchas cocinas el sabor de otras culturas.

 

Desde muy pequeña fui descubriendo ese gusto. Disfrutaba ir con las chicas que preparaban la comida en casa mientras reían y bromeaban un poco. Me ponían pruebas a ver si de verdad era yo mujer, porque las mujeres –decían ellas– metían su mano al horno para pegar las memelas o totopos y no tenían miedo a la lumbre; entonces aprendí a acercarme al fuego y al fogón, a pasar tiempo en el calor y a dejarme envolver por los olores que ahí se van despertando.

 

Las cocineras del pueblo eran divinas, verdaderas gourmets en el arte de la gastronomía. Estaba la que hacía el alfeñique, el arroz con leche, la torta batida, el marquesote, el dulce de almendra, y también la que preparaba los bistecs junto con las vísceras, el arroz, el mole, el caldo de res, los tamalitos de frijol, las empanadas de pupú, el bobo, el caldo de chacal, el frijol con hueso oreado, el armadillo, el jabalí, el tepezcuintle, el venado, la danta.

 

Así me fui acercando a ese mundo lleno de misterios y de gustos que se combinan con las horas y los ingredientes, del sabor que uno lleva y que ahí se hace presente, de toda la herencia que hay detrás de cada plato. Yo aprendí a ir poniendo mis manos, lo demás se fue dando solo. Hay una memoria que te guía, un sabor que te lleva, un olor que marca los tiempos y así uno va poniendo un poco de esto, un tanto de aquello, una pizca, un trozo, una mano, tres dedos, un puño, un tantito, una rama, un trocito… y el ingrediente principal, la alegría, el buen humor, el gusto por lo que vas a hacer.

 

Detrás de cada cocinera hay un grupo de mujeres respaldando los saberes y sabores de nuestra tierra; muchas señoras grandes, hermosas abuelas que están

 

con nosotras todo el tiempo, cuando platicamos, cuando cocinamos, cuando vamos
convirtiendo los frescos frutos del campo en delicias para la boca y para la vida.

 

Así fue como comenzó mi incursión en la cocina. De ahí en adelante fue preguntar y preguntar, probar, mirar, poner al servicio de ella todos mis sentidos porque esa fue mi manera de aprender y de hacerme de toda una gama de secretos, entender las medias lenguas y descifrar hasta las palabras que no se decían pero que sí se pronunciaban en la cabeza y entonces decía: “Ajá, ya vi por dónde”. Y me fui volviendo lectora de la vida y fui entendiendo, inventando y proponiendo, de acuerdo con cada circunstancia, alternativas diferentes de hacer las cosas, sacando la mejor versión de cada ingrediente, más de aquí, menos de allá.

 

Yo quería cocinar para mi familia, participar en las ayudas, meterme a la cocina con las mujeres que ponían a prueba mis habilidades para saber por qué quería estar ahí con ellas. Varias pruebas atravesé para demostrarles que no solo quería escuchar sus pícaras y amenas pláticas, sino también estaba ansiosa de saber cómo le hacían para que sus preparaciones salieran sabrosas. Luego todo lo que probaba lo tenía que reproducir al día siguiente para aprenderme la receta. Una y otra forma de aprendizaje me llevó a convertirme en una cocinera.

 

Con toda esa experiencia fue como un día me propuse compartir los sabores de mi tierra con el mundo, mostrar que mi cultura está viva, que habla, que se expresa a través de todos los que tenemos los pies enraizados y que sabemos que la tierra nos manda a cumplir con nuestra tarea. Y con esa mirada montamos en la ciudad de Oaxaca, hace catorce años, nuestra «Zandunga. Sabor istmeño», un restaurante con especialidad en comida del Istmo de Tehuantepec.

 

Citas:
(1) Horno hecho a base de una olla de barro sin fondo, para elaborar totopos, recubierto por una combinación de lodo, arena y
cristales que guarda el calor
producido por los leños al
arder para que en sus paredes se peguen los totopos hasta cocerse.
(2) Palabra en zapoteco que refiere a la tortilla de maíz hecha de forma alargada, simulando
la lengua de una vaca.
(3) Tortilla, en lengua zapoteca.
(4) Es un tipo de quelite que, en tiempos de lluvia, crece como enredadera con florecitas de
color amarillo y se lleva a casa para preparar un mole o una sopa espesada con masa.
*Publicado originalmente en Los Chiles que le dan sabor al mundo, Universidad Veracruzana, cuyo volumen íntegro puede consultarse dando click en la imagen:

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