Señores diputados:
La solemne promesa que acabo de hacer de servir bien y lealmente, conforme a la Constitución. el alto cargo de presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, es la expresión sincera de mis íntimas convicciones; es la manifestación leal de los dictados de mi conciencia, es el reconocimiento del primero y más sagrado de mis deberes.
Honrado con la magistratura judicial en 1857, una desgracia lamentable para el país, el funesto golpe de Estado, vino a constituirme en el estrecho deber de obsequiar los preceptos de la ley fundamental; y por ministerio de ella asumí, el día 19(1) de enero de 1858, el mando supremo de la República.
El examen y calificación de los actos de mi gobierno transitorio corresponden a la nación y a sus dignos representantes, ante quienes estoy pronto a dar cuenta de todos ellos. Ahora sólo quiero consignar un hecho, y es: que al aceptar el poder, al ejercerlo, he obedecido un precepto y sujetándome a las exigencias de un deber. Lejos, muy lejos de ambicionarlo, he aprovechado y aún buscado la ocasión de que los ciudadanos expresen libremente su voluntad; y si con actos estrictamente legales he procurado facilitar una nueva elección, nadie tiene derecho para decir que me haya guiado el pensamiento de conservarme en el poder.
Así, pues, el voto que ahora me designa para la primera magistratura, tiene todos los caracteres de una elección espontánea, y para mí toda la importancia de un irresistible precepto. Tales son las consideraciones que me han decidido a admitir ese elevado y espinoso encargo.
No se me oculta, ni trataré de disimular que la situación actual es complicada, difícil v tal vez peligrosa. Sé muy bien que hay necesidad de seguir luchando con inconvenientes de todo género: sé que los medios de acción con que cuenta el poder público están embotados unos, degenerados otros, y casi desquiciada en todas sus partes la máquina social: sé que la fe y la confianza, bases indispensables de todo gobierno, están relajadas, y que para restablecerlas se necesita un esfuerzo vigoroso y supremo. Pero mi conciencia me dice que debo luchar con todas las dificultades, porque tal es la obligación que el voto popular ha querido imponerme; porque el patriotismo no debe medir el tamaño de los sacrificios, sino afrontarlos con resignación; y porque ante la salud de la República, el hombre no debe pensar en sí mismo, ni tener en cuenta sus conveniencias.
Sin entrar por ahora en consideraciones detalladas, fijaré sólo como punto principal de mi política, la resolución invariable en que estoy, de respetar y hacer que sean respetadas la ley y los fueros de la autoridad. No me permitiré un solo acto que conculque derechos legítimos; pero seré severo e inexorable con los transgresores de la ley y con los perturbadores de la paz pública.
Profundamente convencido de que la Constitución de 1857 es la expresión de la voluntad nacional, la he sostenido con lealtad y la seguiré sosteniendo con la misma constancia que hasta aquí. Las leyes de Reforma que han rehabilitado a México ante las naciones civilizadas, colocándolo en la vanguardia de los pueblos libres, serán respetadas por mi administración, y cuidaré de que tengan su completo desarrollo, haciendo todos los esfuerzos que quepan en mi posibilidad para que la revolución democrática y regeneradora, que la nación está ejecutando, siga su camino de conquistas sociales y humanitarias.
Las dificultades administrativas me son demasiado conocidas, y sé cuánto trabajo y cuántos afanes son necesarios, no ya para vencerlas, sino aun para afrontarlas. Mi gobierno se ocupará de ellas con asiduidad y ejecutando todo aquello que quepa en sus facultades, pedirá á la sabiduría del Congreso la resolución de las cuestiones que sean de su resorte.
En las relaciones con las potencias amigas hay dificultades que allanar; hay compromisos que obsequiar; hay derechos que fijar y garantizar. Para el arreglo de los importantes negocios de este ramo, mi gobierno cree poder contar con los buenos deseos, con las amigables disposiciones y hasta con la benevolencia de los gobiernos amigos. Hay motivo para esperar que la misma España, cuyas actuales relaciones con la República no se hallan bajo un pie satisfactorio, se preste de buena voluntad a terminar de una manera amistosa las dificultades que México se complacería en ver convenientemente resueltas. Me lisonjeo con el convencimiento de que la sabiduría del Congreso, en uso de sus nobles atribuciones, dará a nuestras relaciones internacionales todo el vuelo, extensión y firmeza que reclaman las marcadas simpatías que el pueblo mexicano profesa a todas las naciones cultas que le dispensan su amistad.
Espero fundadamente que la representación nacional dispensará á la instrucción pública, al comercio, a la industria y a toda clase de adelantos, así morales como materiales, la exquisita atención que reclaman; y me creeré muy feliz si mi gobierno acierta a secundar las patrióticas miras y a realizar los sabios pensamientos del Congreso.
Las llagas palpitantes de nuestra sociedad son el espíritu de rebelión, de que está poseída una clase no muy reducida, aunque sí bastante desprestigiada, y la falta de recursos.
Para sojuzgar el primero, mi gobierno empleará la fuerza armada; aplicará irremisiblemente la ley, y usará siempre con prudencia, pero con la debida energía, de las facultades que se derivan de la suspensión de garantías, y de las que el Congreso ha tenido a bien concederle por medio de decretos especiales. Espero que el mismo Congreso tendrá también fija siempre la vista en este cáncer lamentable de nuestra sociedad.
Respecto de la hacienda, el Gobierno vive rodeado de angustias por los gastos enormes que tiene necesidad de erogar para obtener la completa pacificación del país, y porque la guerra civil de cerca de siete años ha agotado casi todas las fuentes del erario. Este mal necesita un remedio pronto y radical: ese remedio difícil, pero posible, debe sacarse de la reducción de aranceles, del establecimiento de contribuciones directas y supresión de alcabalas, de la reorganización de las otras rentas-federales, de la consolidación de la deuda pública, de la moralidad y economía en el régimen hacendarlo, de la reducción de casi todas las oficinas y supresión de algunas, y del castigo eficaz del peculado y de cualesquiera otros abusos en el manejo de caudales. La parte principal de estas reformas corresponde a la asamblea nacional: yo estaré siempre dispuesto a secundarla, y nada omitiré de lo que quepa en el círculo de mis facultades.
Los Estados están llamados a prestar su cooperación para la grande obra de regenerar, así a la administración, como a la sociedad. Yo no dudo que, penetrados de la importancia del objeto, harán todos los esfuerzos posibles en este sentido, y entonces nada será imposible.
Yo no reconozco otra fuente de poder más que la opinión pública. Mi afán será estudiarla, mi invariable empeño sujetarme a sus preceptos. A los hombres que están al frente de ella, toca ilustrarme v advertirme; y mi mayor satisfacción será obsequiar las indicaciones que me hagan, fundadas en justicia y razón.
Tales son mis deseos, señores diputados; pero ellos no bastan para corresponder dignamente a la alta confianza que se me ha dispensado. Necesito de la cooperación de mis conciudadanos y muy especialmente de la vuestra. Yo la espero confiadamente de vuestro patriotismo, porque vosotros también estáis llamados por el voto público a trabajar por el bien de nuestra patria, por la felicidad de nuestros hijos.
Notas:
(1) En algunas ediciones de este discurso, aun semioficiales, se lee 1 de enero y no 19. Adoptamos esta última fecha, porque es la del manifiesto que el autor publicó en Guanajuato y en el cual manifiesto dice: «El Gobierno constitucional de la República, cuya marcha fue interrumpida por la defección de la que fue depositario del poder supremo, queda restablecido.»
*FUENTE: Juárez, Benito. (1905). Discursos y Manifiestos de Benito Juárez. México: A. Pola, Editor..