Por: Miguel Carbonell

Partamos de una premisa difícil de refutar: el funcionamiento de la representación política en muchos países no está arrojando buenos resultados. Las encuestas demuestran altos niveles de insatisfacción respecto al funcionamiento democrático y los políticos profesionales aparecen desacreditados ante los ojos de sus electores. Algunos autores hablan de un cierto “cansancio de la democracia” en referencia a países –como España- que no llevan ni siquiera medio siglo de vida democrática [1] .

En México, con mucha menos experiencia, parece que el fenómeno de la desilusión democrática se está extendiendo rápidamente. El ciudadano parece estar cansado de las continuas reyertas entre políticos, del enésimo escándalo de corrupción, de las mil y una excusas ofrecidas por los errores del gobierno; si hace un tiempo ese catálogo de pesadumbres nos parecía un producto exótico, hoy en día es más bien un rasgo ya asentado entre nosotros.

Y el problema no se concreta a los mecanismos representativos, sino que se extiende hacia buena parte del sistema democrático. Cualquier observador de la vida política del presente podrá constatar el enorme descontento existente en varios niveles acerca de nuestras democracias contemporáneas. El problema abarca, en efecto, varios niveles puesto que lo mismo se observa en la calle, en el aula o en el despacho de los gobernantes. Algo no está funcionando en nuestras democracias.

Dejemos a un lado, en este momento, el tema de cuándo estamos frente a una democracia. Asumamos por ahora que lo son también nuestros inestables, endebles y tambaleantes regímenes de América Latina (con la excepción obvia y dolorosa de Cuba). Como quiera que se vea, el cúmulo de ilusiones generado por el cambio político a partir de la década de los 80 (con el quiebre de las dictaduras militares del Cono Sur, las aperturas relativas de otros países y la estabilización de la vía electoral como mecanismo de acceso al poder), ha dado paso a la desilusión propia de la confianza defraudada.

Luego de algunos años de transición, la gente parece exigir resultados a corto plazo, sobre todo en el terreno económico. Al no darse un incremento sensible en su bienestar, suele haber un descontento ciudadano que, en un caso extremo, puede conllevar la simpatía hacia un retorno autoritario.

Según los datos del Latinobarómetro, a partir de 1996 la satisfacción con el funcionamiento de la democracia ha sufrido fuertes retrocesos en países como Perú, Ecuador, Paraguay y Bolivia. Se ha incrementado ligeramente (entre un 8 y un 14 por ciento) en países como Panamá, Brasil, Honduras, Venezuela, Colombia y Chile. Esta falta de satisfacción se demuestra muy crudamente cuando se le pregunta a los habitantes de la región si consideran que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.

De acuerdo con la misma encuesta, los más convencidos de las bondades de la democracia viven en Costa Rica, donde el 48% está a favor de esa forma de gobierno sobre cualquier otra. Existen altos niveles de aceptación democrática en Uruguay (45%), Venezuela (42%) y Chile (40%). Por el contrario, la menor adhesión ciudadana al régimen democrático se produce en Perú (7%), pero le siguen muy de cerca Paraguay (13%), Ecuador (14%), Bolivia (16%) y México (17%) [2] .

Pese a estos datos, tan preocupantes, lo cierto es que la mayor parte de la población de América Latina considera que un gobierno militar no podría solucionar mejor los problemas que uno democrático, aunque también en esto las cifras son muy variables. Consideran más eficaz y mejor a un gobierno democrático sobre uno militar el 85% de los encuestados en Costa Rica, el 73% en Uruguay y el 71% en Panamá, pero solamente el 41% en Paraguay, y el 47% en Perú y Honduras. En lo que parece haber mayor consenso es en la necesidad de “aplicar más mano dura” en el país: están de acuerdo con esto el 85% de los paraguayos y el 78% de los guatemaltecos y salvadoreños. Pero solamente están de acuerdo con esa opción el 32% de los uruguayos y el 43% de los brasileños. Se trata, pese a todo, de un dato inquietante, pues demuestra que hay un segmento de la población que podría sentirse atraído por una opción de “endurecimiento” del ejercicio del poder estatal, lo que podría tener consecuencias nefastas en el desarrollo democrático de alguna nación.

Estas cifras permiten concluir, entre otras cuestiones, que quizá en los procesos de transición a la democracia hubo un punto de ingenuidad. Por un lado, se creyó que la democracia podría asentarse sin contar con los principales protagonistas de cualquier sistema democrático: los ciudadanos. Los cambios estructurales sobre los componentes económicos generaron a partir de los años 80 enormes bolsas de pobreza, crearon inestabilidad en el empleo y mayor precariedad de las redes de protección con las que los Estados latinoamericanos habían conseguido detener la ruptura del tejido social. Los ciudadanos, abrumados por un entorno económico adverso y por el crecimiento de la violencia cotidiana dentro de sus sociedades, se desentendieron de la política, otorgando –en muchos casos- mandatos de gobierno a líderes mesiánicos y populistas más preocupados por su propio enriquecimiento personal que por el desarrollo democrático y cívico de sus pueblos.

Por otro lado, se pensó que el establecimiento de un régimen democrático (con frecuencia caracterizado con criterios formales que destacan solamente aspectos relacionados con las elecciones como método para acceder al poder), podía por sí sólo servir para remontar problemas seculares; habiendo democracia, se pensaba, se borrarán para siempre y de inmediato la pobreza, el analfabetismo, la desigualdad, la marginación, la violencia social, la tortura, en suma, la injusticia toda. Como era de esperarse, la democracia hizo su arribo pero todos esos problemas siguieron –y siguen- existiendo.

Una tercera ilusión consistió en no ser capaces de enlazar el concepto de democracia con el de Estado de derecho. Buena parte de las tareas democráticas se pueden llevar a cabo solamente si hay un mínimo de respeto por la ley. A su vez, para que la ley pueda ser obedecida debe contar con la legitimidad que le da la representación democrática. No es algo nuevo: legalidad y democracia son dos nociones que se autoimplican. Sin una no puede existir la otra.

En México tenemos una muy corta experiencia democrática. Luego de vivir por décadas bajo un régimen autoritario, nuestros “modales” democráticos son todavía incipientes, raquíticos, pobres en la forma y en los resultados.

Hay muchos ciudadanos mexicanos que por democracia entienden simplemente el acto de ir a votar cada tres o cada seis años. Se ubican frente a la boleta electoral, tachan el símbolo de su partido político favorito, depositan el voto en la urna respectiva y se retiran pensando que acaban de agotar, durante un tiempo, sus posibilidades de participación democrática. Nada más falso. Eso solamente verifica en la práctica el ejercicio de una especie de “democracia delegativa” (para utilizar las palabras del conocido politólogo Guillermo O’Donnell). En esa vertiente analítica de la democracia el ciudadano simplemente “delega”, a través del sufragio, su voluntad soberana en los representantes, los cuales pueden hacer y deshacer hasta la siguiente cita electoral, cuando pueden ser despedidos del cargo (o ratificados, en caso de que exista la reelección inmediata).

La democracia robusta, la democracia sustantiva, la democracia de calidad, por el contrario, requiere ciudadanos que la ejerzan día tras día, momento a momento. La reducción de la democracia al momento electoral no solamente la empobrece, sino que la reduce al absurdo. Tenemos que ser demócratas todos los días y no solamente cuando haya elecciones.

Para serlo de verdad es necesario que aprovechemos todos los canales institucionales y no institucionales, formales e informales, de participación cívica.

Fue Benjamin Constant quien desde el siglo XIX llamó la atención sobre el adecuado equilibrio que debe existir entre vida pública y vida privada, o, como él lo dice, entre los “placeres privados” y la “participación en el poder político”. Para la democracia contemporánea este equilibrio es esencial y se puede manifestar –para bien y para mal- en distintos aspectos. Respecto del retiro de las personas de la vida pública, podemos constatar, entre otros, al menos dos fenómenos preocupantes para la libertad: el alto abstencionismo electoral y cívico, por un lado, y el refugio en actitudes consumistas (propias de la esfera privada de la vida), por otra parte.

En efecto, en el mundo moderno, el mundo del siglo XXI, se ha producido un tránsito cuando menos paradójico en los escenarios de la participación política: cuanto más se han ensanchado esos escenarios (a través de la universalización del sufragio activo), tanto más se han multiplicado las actitudes displicentes o claramente abstencionistas por parte de los votantes.

La participación política no está muy bien considerada: quien milita en un partido o en un sindicato es visto con sospecha por sus amigos y vecinos. No solamente la militancia, sino las instituciones mismas que caracterizan a la participación política han sido puestas en cuestión, incluyendo a la representación política mencionada por Constant [3] .

El caso de Estados Unidos es muy sintomático: a partir de la década de 1960, se ha producido un constante aumento de la abstención electoral, tanto en las elecciones federales como en las locales. Menos del 50% de los posibles votantes decidieron en 1996 acudir a las urnas para votar por Bill Clinton, Ross Perot o Robert Dole [4] . En México la participación electoral no suele rebasar el 50% de los inscritos en el padrón, sobre todo tratándose de elecciones locales. En el 2009 asistimos con tristeza al lamentable espectáculo de un circunscrito pero intenso movimiento a favor de la anulación del voto; aunque se puedan compartir las causas del desencanto que animó a ese movimiento, no podemos pensar que la receta de dejar de elegir resuelve algo. Los meses transcurridos desde la elección de julio lo demuestran. Los partidos apenas se sintieron concernidos por el rechazo popular. Todos los representantes electos tomaron, con la mayor naturalidad, protesta de su cargo, como si nada hubiera pasado.

Los estudios sociológicos demuestran además que las personas que se suelen abstener de votar en las elecciones también tienen menor predisposición a cooperar con los demás en temas distintos de los electorales. Robert Putnam apunta lo siguiente: “Frente al sector demográficamente equiparable a los no votantes, los votantes tienden más a interesarse por la política, hacer donativos de caridad, practicar el voluntariado, formar parte de los jurados, asistir a las reuniones del consejo escolar, participar en manifestaciones públicas y cooperar con sus conciudadanos o en asuntos comunitarios”[5] . No se trata, por tanto, de que la abstención afecte solamente a la tasa de votantes, sino que se proyecta en múltiples manifestaciones de la vida comunitaria.

Pero los problemas de la “esfera pública” no se agotan en el tema de los instrumentos de la representación política, sino que incluyen todas las formas de “activismo cívico” y de colaboración con extraños. En los países en los que se han realizado los estudios pertinentes para medir la participación asociativa de las personas, se ha constatado una disminución no solamente importante, sino constante a partir de la Segunda Guerra Mundial. Todo parece indicar que las personas prefieren privilegiar la experiencia privada, los quehaceres familiares y lúdicos, antes que el intercambio de esfuerzos y experiencias con personas que no pertenecen al núcleo familiar.

Son muchas las causas de este “retorno a la privacidad”, pero una de ellas –identificada en otros países- sin duda que existe y se manifiesta en México: la menor confianza hacia los demás. En Estados Unidos Robert Putnam ha documentado que, para el año 1996, solamente el 8% de los encuestados decía que la honradez y la integridad de sus compatriotas estaban mejorando, contra un 50% que pensaba que se estaban convirtiendo en personas menos dignas de confianza [6] . ¿Cómo podemos participar en iniciativas comunitarias, en asociaciones cívicas, si no confiamos en los demás? ¿cómo no vamos a preferir recluirnos en la esfera privada si vemos en nuestros vecinos a potenciales agresores contra nuestros derechos?

Veamos más datos e imaginemos qué resultados obtendríamos si los intentáramos aplicar a países de América Latina. En Estados Unidos el interés por lo político disminuyó en un 20% entre 1975 y 1999[7] . El número de lectores de diarios entre la gente de menos de 35 años cayó de dos tercios en 1965 a un tercio en 1990 (y la proporción seguramente ha disminuido desde entonces, como efecto del internet, los chats y los blogs) y en ese grupo de edad solamente el 41% de los encuestados afirma ver noticieros televisivos [8] . Las personas que aspiran a un cargo público en los distintos niveles del gobierno norteamericano se redujeron en un 15% en los últimos veinte años, de modo que los ciudadanos de ese país han perdido la posibilidad de elegir a 250,000 personas como sus representantes [9] . Entre 1973 y 1994 el número de norteamericanos que asistieron a una asamblea pública sobre asuntos municipales disminuyó en un 40% [10] . En ese mismo periodo de 20 años el número de miembros de “algún club interesado en mejorar la administración” se redujo en un 33% [11].

Para un país del tamaño y de la importancia de los Estados Unidos estas cifras son apabullantes. Putnam lo sintetiza con un dato impresionante: cada punto porcentual de los aspectos que se han citado supone anualmente dos millones de ciudadanos menos que participan y están comprometidos con algún aspecto de la vida comunitaria, de tal suerte que se tienen 16 millones menos de personas participando en asambleas públicas sobre asuntos locales, 8 millones menos de personas participando en comités cívicos y organizaciones de base, así como 3 millones de personas menos trabajando en asociaciones para mejorar la administración [12] . Una enorme sangría cívica, sin duda.

Pero hay una cifra, de entre las muchas que cita Putnam, que es muy reveladora: mientras que la participación como votantes y como miembros de los partidos políticos ha disminuido, ha aumentado de modo significativo el dinero recaudado y gastado en las campañas políticas. En 1964 se gastaron en las campañas electorales 35 millones de dólares, pero esa cifra alcanzó los 600 millones de dólares para 1996 y seguramente ha seguido subiendo desde entonces. ¿Porqué se deja de participar personalmente en los partidos y sin embargo se les da más dinero?

La hipótesis de Putnam es que se sustituye el tiempo por el dinero (no es difícil trazar líneas paralelas con el proceso de educación y de cuidado de los hijos, sobre todo en las sociedades más opulentas del planeta, en las que los miembros adultos del núcleo familiar se han incorporado al mercado de trabajo y los niños reciben poco tiempo y poca atención de sus padres, quienes en una especie de fenómeno compensatorio prefieren proporcionarles juguetes y distracciones que se pueden comprar con dinero).

Putnam lo explica con las siguientes palabras: “A medida que el dinero sustituye al tiempo, la participación en política se basa cada vez más en el talonario de cheques. La afiliación a clubes políticos se redujo a la mitad entre 1967 y 1987, mientras que la proporción de público que contribuyó económicamente a una campaña política llegó casi a doblarse” [13] .

Y un dato final que nos debería poner a pensar: la disminución más drástica en la participación cívica se produjo entre las personas con mayor formación académica [14] . Esto puede resultar sorprendente, pues podría razonablemente suponerse que a mayor formación académica mayor disposición a integrarse en asuntos públicos y a asumir un punto de vista protagónico y no el de un mero espectador. Los datos, sin embargo, demuestran lo contrario y nos permiten aventurar la hipótesis de que hace falta algo más que formación académica. El haber pasado por un aula universitaria no garantiza en modo alguno ciertos niveles de compromiso cívico.

De forma casi proporcional, la disminución de la participación política y del compromiso cívico se ha correspondido con un aumento del papel de consumidores de las personas. Las “necesidades” de consumo se han multiplicado hasta el infinito y hoy en día abarcan no solamente una parte muy significativa del presupuesto individual y familiar, sino también nuestro tiempo y nuestros ideales de vida.

Lipovetsky apunta que la fiebre del confort desatada por el consumismo “ha sustituido a las pasiones nacionalistas y las diversiones a la revolución” [15] . La oferta de productos a nuestro alcance se ha multiplicado hasta el infinito. Los responsables del marketing han sabido crear un escenario en el que todos somos consumidores y lo   ideal es que lo seamos durante la mayor parte de nuestro tiempo. Cada grupo de edad y cada experiencia vital pueden ser reconducidos hasta la lógica consumista y encontrar una necesidad por satisfacer, de forma continúa. El consumismo ha dejado de ser una fuente de satisfacción de necesidades vitales para pasar a formar parte de nuestra identidad psicológica y de nuestro estilo de vida.

En este contexto poco alentador, creo que se tienen que promover por todas las vías los cauces democráticos apropiados para las sociedades complejas en las que vivimos. El rechazo hacia la esfera pública deliberativa, para decirlo con los términos de Habermas, no nos permitirá en modo alguno mejorar nuestras credenciales democráticas. Todo lo contrario.

Pero volvamos al inicio: el problema de la legitimación en las urnas de las autoridades. No deja de resultar curioso, aunque a veces se olvide, que ni siquiera los aspectos electorales hayan podido llevarse a cabo de forma adecuada. Es verdad que en muchos países –México entre ellos- se han abandonado las prácticas más groseras y pedestres del fraude electoral, pero las trampas se han trasladado al ámbito de los partidos políticos y de las campañas electorales. La corrupción en el financiamiento de los partidos es un tema que ha provocado enormes escándalos en un sinnúmero de países [16] . La manipulación de la opinión pública que se realiza en las campañas electorales -mintiendo y difamando en no pocas ocasiones, sin rubor alguno y sin ofrecer disculpas de por medio cuando proceden- forma parte del paisaje político de los últimos años.

Pese a lo dicho y por muy trágica y patética que nos parezca la realidad política contemporánea, el desentendernos de los asuntos públicos solamente puede beneficiar a los políticos incapaces y corruptos, que ante la ausencia de participación e interés de los ciudadanos, se perpetuarán y fortalecerán en el uso patrimonialista de las funciones públicas que actualmente realizan. Aunque suene como una receta vieja, la participación ciudadana –pero también la creación de canales institucionales para que esa participación no acabe siendo puramente decorativa- es algo que siempre debe incentivarse.

Para algunos autores, ciertas disfunciones del sistema democrático podrían ser remediadas si se introdujeran mecanismos que incentivaran la deliberación pública, generando de esa manera una participación más directa de los ciudadanos en la toma de decisiones y limitando la utilización del espacio público que actualmente usufructúan los políticos profesionales. Para lograrlo existen varios mecanismos que se podrían introducir en nuestros sistemas políticos, como el presupuesto participativo, los referéndums locales u otras formas de consulta pública, la participación organizada en materia de medio ambiente o de ordenación territorial y urbanística, etcétera. Por ejemplo, sería mucho más participativo un proceso judicial ante la Suprema Corte si se estableciera la figura de losamici curiae, es decir, la figura que permite a la sociedad aportar argumentos adicionales a los de las partes en sentido formal dentro de un procedimiento que contiene un interés público relevante (como lo son todos los que se refieren a cuestiones sobre la constitucionalidad de leyes y reglamentos).

Pongamos en la mesa otra obviedad, bien conocida y estudiada desde hace años: una de las consecuencias más inmediatas que genera una ciudadanía traicionada es el refugio en el ámbito privado y una falta de interés en lo público.

La progresiva desaparición de lo público, la sustitución de la plaza común (el ágora) por el mall y el sofá frente a la televisión es algo evidente en muchas sociedades contemporáneas; tan evidente como la escasez del diálogo político genuino y el crecimiento de la política de la arenga sin argumentos y de las campañas como espectáculo.

La desaparición de lo público es un fenómeno complejo, que obviamente tiene que ver con varios factores. Unos políticos, otros económicos, otros más relacionados con la violencia urbana y la inseguridad en las calles, o con la degradación de la arquitectura y mantenimiento de los espacios públicos (calles, jardines, parques, equipamientos deportivos, etcétera).

El ideal del ciudadano participativo, informado, en permanente estado de alerta frente a los excesos del poder, con seguridad nunca ha existido, pero en la actualidad es algo verdaderamente utópico. Hoy en día prevalece el ciudadano preocupado por el resultado de su equipo de fútbol, sentado cada noche frente a la televisión no para enterarse a través de las noticias de lo que está pasando en su propio mundo, para hacerse con elementos de crítica ante una realidad injusta, sino para ver el desenlace de la telenovela de moda o el resultado de la final del concurso de belleza en turno.

Los factores y los espacios de participación son más bien escasos. Los movimientos sociales que deciden plantar cara al estado de cosas que tenemos y que se arriesgan a denunciar las injusticias y arbitrariedades que se generan todos los días son rápidamente criminalizados y reprimidos, por medio de la fuerza policial pero también con un apoyo social que los ve como “desestabilizadores del sistema”. En este contexto, es natural que los movimientos antisistémicos estén condenados a la radicalidad, pues las vías ordinarias y normales para intentar influir en la política de cada día están prácticamente cerradas. Los partidos políticos no conceden ningún espacio para la disidencia, ocupados como están casi todos ellos por ganar el espacio del “centro político” y enviar a los electores mensajes de moderación y sentido común. La posibilidad de actuar desde dentro de los partidos para proponer cambios de fondo a la estructura social y política es nula.

La motivación para intentar movilizarse también es escasa. Apenas el desarrollo esperpéntico y cruel de una globalización ingobernada ha podido reunir a algunos miles de manifestantes que se han convertido en una rara excepción: un movimiento de protesta que desde la denuncia de la globalización ha logrado ocupar un espacio en los medios de comunicación de todo el planeta. El movimiento globalifóbico, pese a sus limitaciones y sus incongruencias internas, ha intentado abrir espacios nuevos de diálogo (como el Foro Social Mundial de Porto Alegre) y ha forzado a los dirigentes de los países más ricos a exhibir una política de fuerza completamente inusual e inaceptable para poder llevar a cabo sus reuniones. Más recientemente hemos visto surgir movimientos de indignados, que protestan (con justa razón) contra la precariedad laboral y el difícil acceso a la vivienda en países europeos.

Como quiera que sea, es claro que no habrá mayor participación democrática si no generamos entre todos un espacio público más habitable y solidario. La recreación de lo público pasa por varias condiciones.

En primer término por un acotamiento de la inseguridad ciudadana; si queremos que las personas puedan tener un espacio de convivencia fuera de sus domicilios, debemos ser capaces de suministrarles cierta seguridad, de modo que salir a la calle, al parque o a la escuela no conlleve un alto riesgo para la integridad corporal o los bienes propios. En segundo lugar, es necesario el mejoramiento de los espacios públicos; las plazas y los parques públicos en muchos países de América Latina están en un estado desastroso; no se les da mantenimiento y más parecen un vertedero de basuras que un espacio para la conversación, la asamblea o el esparcimiento infantil. El diseño de las ciudades deben prever espacios para la acción colectiva; plazas para manifestarse, locales para la convivencia de personas de tercera edad, lugares para el esparcimiento deportivo de los adolescentes que los alejen de las drogas y la violencia callejera, espacios lúdicos para los más pequeños y así por el estilo. Aunque no lo parezca, la arquitectura y el diseño son ámbitos del conocimiento que tiene mucho que ofrecer para el desarrollo de una sociedad democrática.

Una esfera pública también necesita de canales comunicativos que la hagan apta para el intercambio de ideas. No se trata solamente de tener medios de comunicación independientes, sino sobre todo de poder participar con libertad en la confección de una agenda pública compartida. Para ello son necesarias, entre otras cosas, una radio y una televisión dedicadas al servicio público. Los medios de comunicación dedicados al servicio público no son exactamente lo mismo que los medios públicos; aunque son de propiedad estatal, su objetivo no es perseguir altas audiencias o generar recursos mediante la publicidad, sino dar voz a las inquietudes de grupos sociales que no están representados en los medios convencionales.

Por fortuna, en los últimos años se ha incrementado la deliberación pública a través de las redes sociales, que son utilizadas por millones de personas alrededor del mundo para citarse en plazas públicas, protestar por abusos de las autoridades, generar nuevas vías de difusión del conocimiento, etcétera. Las redes sociales prometen ser una especia de “nueva república digital”, de alcances globales, con una capacidad de interlocución y generación de debates hasta ahora desconocida.

En las páginas anteriores, como habrá podido ver el lector, se ha intentado simplemente esbozar algunas de las condiciones de las que depende el mejoramiento de la representación política y, junto con él, la fortaleza de una democracia que por momentos, en México al menos, parece tan vulnerable.


[1] Laporta, Francisco J., “El cansancio de la democracia” en Carbonell, Miguel (compilador), Representación y democracia: un debate contemporáneo, México, TEPJF, 2005.

[2] El análisis de estas cifras debe tomar en consideración, sin embargo, que suelen ser muy volátiles. Así por ejemplo, la adhesión a la democracia en México era del 45% en 1997 (año en el que el PRI pierde la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados) y todavía del 36% en el 2000 (cuando el PRI pierde la Presidencia de la República), pero desciende hasta un 26% en 2001 y hasta el 17% en 2002 y 2004.

[3] Ver el debate sobre la representación recogido en Carbonell, Miguel (compilador), Representación y democracia: un debate contemporáneo, México, TEPJF, 2005.

[4] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Madrid, Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2002, p. 34.

[5] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 38.

[6] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 24.

[7] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., 40.

[8] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 41.

[9] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 48.

[10] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 49.

[11] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 50.

[12] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 50.

[13] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., p. 46.

[14] Putnam, Robert D., Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, cit., pp. 54-55.

[15] Lipovetsky, Gilles, La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 7. Un argumento en la misma línea puede encontrarse en Bauman, Zygmunt, Mundo consumo, Barcelona, Paidós, 2010.

[16] Un buen panorama de la problemática actual de los partidos políticos puede verse en Blanco Valdés, Roberto L., Las conexiones políticas, Madrid, Alianza, 2001 y en la obra colectiva Partidos políticos. Viejos conceptos y nuevos retos, Madrid, Trotta, 2007.