Por: Rodolfo Naró
No sólo los cachorros reconocen a su madre por el olor. El olfato es, de los cinco sentidos, el más primitivo. Recuerdo que cuando era niño mi madre usaba un aceite de Rochas que se untaba por todo el cuerpo después de bañarse. Era una fragancia a flores y maderas dulces que me hacía ubicarla a muchos metros de distancia. Cuando íbamos a Guadalajara a una tienda departamental con nombre de loción llamada La Colonial yo siempre me perdía, al cabo de una hora me reencontraba con ella siguiendo el rastro de su perfume entre los estantes de cosméticos o de ropa para dama. En más de una ocasión ese aceite de Rochas, que venía en un fino frasco de cristal con un tapón que hacía las veces de aplicador, me salvó de no quedarme olvidado en esa tienda o en las Fábricas de Francia. En algún lado leí que los niños cuando toman conciencia de sí mismos, más o menos a los 7 años, se hacen como los gatos y no quieren bañarse, porque un tanto sienten que se pierden, que dejan de ser. Confieso que fui uno de esos niños y pasaba hasta una semana evitando el jabón. Haciendo cualquier truco para seguir conteniéndome. Si ahora pasan dos días y no me baño es porque la tristeza me gana y necesito reconocerme, saber por mi olor que aún estoy vivo.

Yo nunca he sido muy afecto a los perfumes y sólo he usado una marca en toda mi vida, siguiendo el consejo de Salvador, mi primo, quien me dijo, a mis 12 años de edad, que el hombre debe ser de un solo aroma. Me advirtió que fuera muy prudente en escoger el mío. Me pasé los siguientes quince años tratando de decidirme hasta encontrar Santos de Cartier y no he podido suplirlo sin sentir que dejo de ser yo. Hace unos días que estuve en casa de Miguel Ángel Ortíz me fijé que tiene más de veinte frascos de distintas marcas, al preguntarle cuál era su preferido me contestó que todos, escoge según el humor con que se levanta. Quizá por eso siempre que nos vemos para comer le descubro una personalidad distinta.

Prefiero los olores fuertes, vivos, intensos como los colores primarios. Me he vuelto más selectivo y especial para los aromas, nada de suavisantes para la ropa, uso cremas y jabones neutros, odio los desodorantes y las lociones para después de afeitar. Tampoco bailo mucho, es más ya no bailo nada, menos desde mi columna rígida, ni tango ni salsa ni danzón, me ha representado un problema con las mujeres porque hombre que no baila, pretendiente que no prospera. Sé que no hay nada más seductor que el baile en el que uno transpira su verdadero aroma para atraer a la pareja. En los antiguos rituales de cortejo, la danza fue y sigue siendo en nuestras sociedades principio o fin de una relación. Así que no sólo el amor entra por la boca sino también por la nariz, que es cuando decimos: si hay química o no.

Definitivamente uno es lo que come o lo que fuma. Hace unos años estuve con una mujer española, descubrí que no sólo su piel era de un verde aceitunado, también había algo de olivas en su olor, porque su dieta era a base de aceite de oliva. ¿Si los musulmanes huelen a una exótica combinación de especias y en Argentina es común descubrir un sabor a yerba mate al final del primer beso, a qué oleremos los mexicanos si nuestra dieta es de chile, frijoles y tortillas? Pero la más extraña de mis experiencias ha sido la vez que estuve con dos hermanas, no en el mismo momento sino con un año de diferencia. Fue como estar con la misma persona, si cerraba los ojos no podía distinguir el olor de una y el recuerdo del olor de la otra. Tenían el mismo sabor en el aliento, el mismo color y roce de piel, casi el mismo tono de voz. Mi memoria táctil seguía los mismos contornos del humor que genéticamente compartían.

Con Teresa supe reconocer mi mejor momento, a media tarde me buscaba en el olor de su entrepierna, de su axila o su aliento. Cuando me decía por teléfono, deja de leer poesía y ven a leerme a mí, hace dos días que no me baño, dejaba todo y corría a su lado a mirarme en sus ojos. El humor profundo que me esperaba me hacía sentirla más humana, como si en cada giro del mapa de su cuerpo hubiera un olor distinto que me invitara a quedarme, a seguir hundiendo más el sentimiento en el húmedo acero de su vientre, donde a veces encontraba un sabor a café amargo que me despertaba no sólo el deseo sino que me avivaba una sed y hambre de extravío.


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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com