Por: Omar Alejandro Ángel

A este vicio, que poco a poco… me consume

         El aire, ese susurro tan tranquilo y sombrío que acaecía sobre su conciencia, musicalizaba la noche. El sonido del tabaco quemándose acompañaba la melodía inspirándolo, hipnotizándolo. Inhalaba el humo como si el acto fuese un mecanismo vital y lo exhalaba con angustia tal como aquella de quedarse sin aire, sin vida. Y en efecto, estaba muriendo.

El primer cigarrillo se había esfumado y con ello su lucidez poética-narrativa: necesitaba uno más. En una madrugada de insomnio no había cosa más desesperante y ruin como no poder conciliar el sueño y quedarse sin tabaco. Por fortuna para él, aún le quedaban 15 cigarros y para desgracia de sus pulmones, aún quedaban más de 15 horas para que el mundo despertara. Tendría que fumarse todos para seguir despierto o, menos probable aún, que súbitamente pudiera descansar.

Era tan tarde que comenzaba a hacerse de día, pero el mundo -ese maldito monstruo- aún no despertaba. El susurro se hacía más fuerte (o es que apenas comenzaba a escucharlo de verdad) una que otra rara vez, la armonía de la tonada se veía abruptamente interrumpida por el rugir de los automóviles con el pavimento. El susurro eólico traía consigo un frío insoportable, acre. Si no fuera por los cigarros no estaría afuera en el patio, donde el frío intentaba congelarlo; y aunque no pudiera dormir se aplastaría en la cama, donde inútilmente contemplaría el reloj viendo pasar eternidades sin poder conciliar descanso alguno. Pero por fortuna aún había 14 más. El segundo se había acabado. Encendió el tercero.

El viento azotaba la noche y juntos danzaban un baile pagano, apoteósico, magnífico. No había conocido mejor descanso que contemplar dicho espectáculo (recordemos: estaba muriendo). La oscuridad y pétreo ambiente de la noche confabulaban entre sí para crear el ambiente propicio para un moribundo.

Inhaló pacientemente lo que sería una de sus muchas últimas bocanadas, mantuvo el humo mucho tiempo –más de lo que acostumbraba- y, cuando el mareo comenzaba a fastidiarlo, exhaló. Ahora solo quedaban 13. Trece, que número tan sugerente, tan premonitorio… tan maldito.

Continuó fumando sin noción del tiempo y espacio; dejó que el viento lo acariciara y él al viento, que el frío lo azotara y él al mismo. Dejó que intentara buscar descanso y, cuando estuvo a punto de encontrarlo, el humo que ya llenaba sus órganos comenzó a picarle, regresándolo a su desahución con una tos insoportable, ahogándolo.

Aún seguía con el cigarrillo “13”, con su némesis aritmético.

El viento cesó.

El silencio llegó a una magnitud tan abismal que llegaba a ensordecerlo, a intranquilizarlo. Se había puesto psicótico. Esa calma se volvió tan abrumadora: la noche y su oscuridad atragantándolo, el silencio atormentándolo, ensordeciéndolo el cansancio, el 13 expirando con su última brasa que pasaba de rojo intenso a pardo; a cenizas, como él.

Desesperado, enloquecido, embravecido, fuera de sí; tomó la cajetilla donde aún quedaban 12, contempló en su locura la perfección del cuerpo y forma del tabaco. Sin pensarlo fue por los cerillos, sacó uno de la caja. Lo raspó.

Foto: Wiros, algunos derechos reservados.