Por: Omar Alejandro Ángel

Las venganzas castigan pero no quitan las culpas

El detalle no era verle, mucho menos acariciarle, pasar lentamente la frágil mano por la nuca insaciable para después, sin explicación alguna, ser vencido por la deliciosa lujuria del pecado. La cuestión era más simple, y por esa misma razón, profunda.

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«¿Sabías que al quirófano es menester (amo esa palabra) entrar desnudita?» Y yo te escuchaba, tu voz emanaba de las letras que, ante mi, describían tu miedo, la frialdad de las paredes, el tan desagradable piso blanco que, desnudita, pisabas en tus recorridos de «esparcimiento». Estabas enferma, lo sé; aún no consigo saber de qué, por qué.

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Mil pedazos al viento nos separarán. Carolina, mujer, aquí haces falta. No estás ni soy. Entiendo bien que el azul de mi vestimenta no es más que el reflejo del interior.  Ahora entiendo, sólo hasta ahora.
Recuerdo claramente como hace unos días (¿o hace horas?) te decía «te ves tan linda», y tú, usando aquellos lentes de armazón rojo (ni aumento tenían, chatita) acercabas tu cabello a mi, esos rizos que con elegante coquetería circulaban por mi frente, mis labios; extensiones de ti que me hacían caer. Como ves, no hace mucho que leí tu carta.

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La cuestión es, en verdad,  profunda. El problema no fue (ni es) acariciarte, besarte, beberte; sino caer. He caído, Carito. Vencido por la deliciosa lujuria de lo prohibido, escribo en respuesta al escrito que, desconozco, fue escrito desde aquí, dentro de blancos y azules fríos, o desde fuera, donde fuimos uno, en algún momento libres y sanos.

Ignoro si esta manera tuya y tan mía de pensar me confundió aquella tarde. El último momento juntos («Last river together», decías) en que, sin preguntas ni respuestas, sin miedo alguno,  invertimos el mundo a través de un frasco de pastillas.