Por: Juan Pablo Vasconcelos

Una llamada por el fin de año

No es sencillo ir a contracorriente, despojarse de ciertas creencias colectivas, cultivar ideas propias, escuchar el interior, ver las cosas como son, trabajar por los demás (que en el fondo es trabajar por uno mismo), entender el valor de nuestros actos, agradecer la luz de cada día, dejarse llevar por los acontecimientos, confiar, despojarse de prejuicios, anular nuestro ego.

Mejor dicho, es sencillo. Y también, por una gracia humana e insondable, entendemos la importancia de todo esto, su necesidad, urgencia y razón. Por lo tanto es sencillo y razonable. Pero quizá por lo mismo su realización se nos escapa pues lo evidente es huidizo. Bien se ha dicho: el mejor modo de ocultar algo es poniéndolo a la vista.

Así que a la vista está la luz de las ocho y media, el recuerdo de un hermano, la habitación solitaria que es el refugio, una carta antigua, la broma que enciende el mecanismo y palpitamos, el frío, el café, las multitudes arremolinándose en la plaza por un motivo común, o al menos así lo parece, pero los actos comunes son milagrosos en sí mismos, como el del grupo de hombres que, de pronto y de la nada, construyeron la casa de al lado: una vivienda blanca de dos pisos en la que todas las tardes se escucha un niño que juega y puertas abriéndose.

También están las llamadas. Una llamada hace tangible un hecho: el hecho de pensar en alguien o de que alguien nos piensa. El poeta dice: intuyo que pensabas en mí pues yo tampoco podía apartar tu imagen de mi mente. Los hombres decimos: justo iba a llamarte cuando sonó el teléfono y eras tú. De alguna forma, una llamada es el último acto de una cadena de pensamientos, imágenes y emociones que viven en el cuerpo de las personas hasta que acudimos al auricular, marcamos los números y las voces se encuentran, haciendo posible el acto extraordinario: la coincidencia de dos en el tiempo.

Por eso, el fin de año es una época tan poderosa: propicia el encuentro, la cosecha, el cruce de trayectorias. Volvemos al lugar de donde salimos algún día, rencontramos el afecto familiar, revivimos el antiguo rencor y al hacerlo visible se apacigua, probamos el pan y la sal de nuestra infancia, encendemos el fuego de las canciones que olvidamos.

De alguna manera, el fin de año y sus convenciones lo que hacen es poner otra vez en la realidad lo sencillo y razonable, lo que hemos dejado de hacer durante el resto del año y que sabemos que debimos hacer cotidianamente: el abrazo fraterno, la mirada alentadora, la caricia en el cabello de los hijos de nuestros amigos.

Por las mismas razones hay quienes no gustan de la época. Son respetables. Son los mismos que no hacen la llamada porque creen ser autosuficientes, intelectualmente sólidos, maduros, témpanos, gruñones. Como se ve, respeto. Sé bien que la cascada de adjetivos es incorrecta. De hecho, no puede haber nada más equívoco que el adjetivo, por prejuicioso. Por eso, para ellos mejor utilizo un sustantivo que a la vez es un destino: la soledad.

Porque aun cuando la soledad también es mérito si es recogimiento, meditación, creación, lectura en voz baja, mundo interno, también anula el valor de lo otro, reduce las posibilidades del mundo, pone distancia, delimita un latifundio sin límites.

Por un azar, mientras escribía el párrafo anterior, sonó el teléfono. Era alguien que pensaba en mí y, no es artificio, es alguien en quien yo pensaba mientras depositaba los golpes en el teclado.

Supe entonces que esta digresión debía culminar diciendo que, a pesar de ser aún efectivos, la carta y el teléfono van haciéndose obsoletos como en su momento el grabado y el silbido. Ahora las llamadas se hacen por skype o redes sociales. Aún por los espacios para comentarios de las páginas de internet.

De hecho, aunque ni tu ni yo, lector, lo hayamos planeado, al leer estas líneas nos llamamos, escuchamos nuestras voces, nos encontramos en el tiempo. Nos dejamos en la mente algunas palabras sobre el ego y la soledad.

Nuestras trayectorias se cruzaron, nos deseamos feliz año, y colgamos, como dos viejos amigos.