Por: Rodolfo Naró
En nombre de Dios, en nombre del amor, se han edificado grandes crímenes que ahora todos admiramos. Sería imperdonable estar en China y no caminar la Gran Muralla que corre a lo largo de 6400 kilómetros y que tardó varios siglos en construirse, cobrando la vida de 10 millones de trabajadores, esclavos de países conquistados, muchos de ellos tapiados en sus paredes. Si viajamos a la India sería impensable no conocer el Taj Mahal, el mausoleo más fastuoso del mundo, construido en 1654 para el eterno descanso de la esposa del Shah Jahan. Para su edificación se necesitaron más de 20 mil obreros, artistas y artesanos, a los cuales se les amputaron las manos para que no repitieran semejante hazaña.

El 7 de junio del 2007 en Lisboa, Portugal durante una gran fiesta se escogieron las 7 maravillas del mundo moderno y entre ellas, además de las dos anteriores también quedó el Coliseo Romano, un circo donde murieron tantos esclavos, cristianos, perseguidos y que hoy es símbolo de una ciudad. Quizá después de mil años los campos de concentración nazi, ahora con paseos turísticos reservados por internet, sean también una maravilla del mundo. En la construcción de las grandes catedrales góticas no hubo quien documentara accidentes o decesos, como sí asentaban las entradas y salidas de herejes en los calabozos del Santo Oficio, tan comparables con los crematorios nazis. También contabilizaban las maravillas que iban descubriendo en las Indias, donde fue necesario arrasar con la espada para evangelizar y construir un nuevo mundo.

Pero también en México tuvimos lo nuestro. Se dice que los aztecas utilizaban la sangre de sus víctimas para la construcción de sus pirámides y templos. Tal vez de ahí venga la costumbre de celebrar el 3 de mayo o día de los albañiles, fiesta en la que se consagra una cruz en la obra y se ofrece una gran comida que siempre termina en borrachera. La creencia de los obreros al bendecir la construcción es para que no haya accidentes pues, como refiere En el hoyo, de Juan Carlos Rulfo, documental que sigue la construcción del segundo piso en el periférico defeño: «Todas las grandes obras necesitan almas para que amarre. Es el diablo que pide una cuota de sangre».

Podría seguir enumerando grandes obras, como el castillo de Laeken o el Palacio de Justicia de Bruselas, edificados por Leopoldo II, de Bélgica, hermano de nuestra loca emperatriz Carlota, quien durante 33 años tuvo en el corazón de África su jardín real, y en el cual murieron brutalmente asesinados 10 millones de congoleños. El Puente Brooklyn en Nueva York, construido entre los años 1870 a 1883, donde murieron 27 personas, casi todos presos de cárceles federales. La torre Eiffel sólo cobró la vida de un obrero sentimental que, por presumir a su novia su hazaña de herrero calificado, en un día de asueto de 1887 se subió hasta la primera planta y cayó al vacío. La excepción de la regla sería el Cristo del Corcovado, en Rio de Janeiro donde milagrosamente no murió nadie en su construcción de 38 metros de altura.

Sin embargo, cuando he estado en algunos de estos lugares, por más que quiero verlos desde su magnitud y belleza me es inevitable dejar de pensar en la devastación y el crimen sobre los cuales muchos de ellos se han erigido. Así como la ocupación del Amazonas por madereros, fraccionadores, latifundistas y ganaderos que siguen quemando la selva por ganar más hectáreas de llano para engordar sus vacas, haciendo de Brasil el principal exportador de carne vacuna en el mundo. La interminable guerra de hutus y tutsis por el control y riqueza del Parque Nacional Virunga en el centro de África, hábitat del gorila lomo plateado. La explotación de la Selva Lacandona en el sur de México. La ruina del paisaje natural de Tabasco por los yacimientos de petróleo. Cada brillante que se regala en un anillo de compromiso y que también cobra su respectiva cuota de mineros. Después de leer Cambio climático ¿Apocalipsis ahora?, reportaje de Agustín del Castillo en el periódico Público (5/06/2009), y caer en cuenta que en nombre de la supervivencia, la civilización y el progreso seguimos talando, perforando, explotando, construyendo, pariendo, no me queda más que decir como el moribundo Kurtz, en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, «¡El horror! ¡El horror!»

Foto: Nachof, Algunos derechos reservados.

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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. wwww.rodolfonaro.com