Por: Omar Alejandro Ángel

A través de tus cristales, el cielo, la claridad del lago, la suavidad de las nubes —la belleza misma— resultan no más que una tela turbia, un remedo del azul marco de tus córneas, del cristal que emana tu boca, de la suavidad de las palabras que exhalas y de la belleza que nace en todos aquellos que escuchamos.

Aunque siempre estás con ellos (más con él) y que tú y yo no nos conocemos, desde aquí, te observo. He perfeccionado mi sutil disfraz para que, luego de varios meses, no me notes; probablemente jamás sepas de mi presencia, nadie sabe que estoy aquí, nadie. Incluso, comienzo a dudar de mí y que en realidad esté (vaya gajes del estar enamorado, de vivir).

Al verte, al ver desde tus cristales, disfruto mi empeño —casi inútil— de tratar documentar lo sucedido. Sin lograrlo, busco en libros, diccionarios, películas, canciones… cosas y elementos con que definirte, con los cuales compararte. Tan única eres que no te das cuenta ni de tu existencia. Tú, absolutamente incapaz de comprender por qué, al sonreír, los vellos de tu brazo derecho se erizan; por qué, en el orgasmo, el dedo meñique de tu pie izquierdo se encoge, al borde del calambre; no te das cuenta, no, de nada; ni siquiera de lo bello que es todo desde tus cristales, mamá.